martes, 8 de julio de 2014

14/ LOS REYES CATÓLICOS Y EL FINAL DE LA CORONA DE ARAGÓN



   
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LA EDAD MODERNA


La Edad Moderna se inicia en la Península iBÉRICA durante el reinado en común de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón,  1469 – 1504 1516,  y finaliza con la guerra de la Independencia (1808-1814). Gobernaron dos dinastías, la de los Austrias (1517-1700) y la de los Borbones desde el fallecimiento sin hijos de Carlos II.
 
La edad moderna es el periodo que va desde el Descubrimiento de América hasta la Revolución Francesa (1492 al 1789) Siglos XVI, XVII y XVIII.


Los hechos más relevantes de esta época son:

MONARQUÍA AUTORITARIA:  Los reyes recuperan el poder que habían entregado a la nobleza durante el feudalismo.

LOS CRISTIANOS: Se rompe la unidad de los cristianos que ahora se dividen en católicos y protestantes.

EL RENACIMIENTO: Se produce un renacimiento de la ciencia, la cultura y el arte.

LOS DESCUBRIMIENTOS:  Es la época de los grandes descubrimientos geográficos.

DESARROLLO DEL COMERCIO:  En esta época hay un gran desarrollo del comercio sobre todo el comercio con las tierras descubiertas, comercio colonial.

CRECIMIENTO DE LA BURGUESÍA: Como consecuencia del desarrollo del comercio va creciendo la burguesía. En algunos países dan ya muestras de su interés por gobernar, pero será al final de la Edad Moderna cuando se produzca la más famosa revolución burguesa: La Revolución Francesa.  pero ésto es tema para otros trabajos.

Este extenso capítulo estä dedicado al fantástico reinado de los Reyes Católicos y a la desaparición de La Corona de Aragón, que fué absorvida por Castilla. Todos éstos acontecimientos se produjéron, dentro de la Edad Moderna.

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Don Fernando II el Católico, príncipe de Gerona, duque de Montblanc y de Noto, conde de Barcelona, rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Sicilia, de Córcega, de Cerdeña, de Nápoles y de Castilla (consorte y regente), conde del Rosellón, duque de Atenas y de Neopatria, rey de Jerusalén, marqués de Oristán y conde de Goceano.

Los Reyes Católicos fue la denominación que recibieron los esposos Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, majestades de la Corona de Castilla (1474-1504) y de la Corona de Aragón (1479-1516).


Título de ·Reyes Católicos".

El papa Inocencio VIII (1434-1492) habría sido el primero que impuso el nombre de "Reyes Católicos" a los esposos y reyes Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, tras la toma de Granada.

El título de "Reyes Católicos" fue nuevamente reconcido por el mismo papa Alejando VI a favor de los reyes Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, en la bula Si convenit, expedida el 19 de diciembre de 1496.

Dicha bula fue redactada tras un debate en el Colegio cardenalicio, realizado el 2 de diciembre de 1496, con el consejo directo de los tres cardenales quienes enumeraron los méritos de los dos reyes para que se les concediera un título que nadie había poseído: Oliverio Caraffa -de ápoles-, Francisco Piccolomini -de Siena-, y Jorge de Costa -de Lisboa- y en el que por primera vez recibieron el nombre de rey y reina de las Españas y en el que se barajaron y descartaron otros posibles títulos como defensores o protectores

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El papado fundamentó su concesión del título en seis causas fundamentales:

1. Las virtudes personales que poseían ambos Reyes manifestadas en la unificación, pacificación y robustecimiento de sus reinos.
2. La reconquista de Granada de manos del Islam.
3. La expulsión de los judíos que no hubiesen aceptado o aceptasen el bautismo en 1492.
4. Los esfuerzos realizados por ambos monarcas en intentar llevar adelante la cruzada contra los mahometanos.
5. La liberación de los estados pontificios y del feudo papal del Reino de Nápoles invadidos por el rey Carlos VIII de Francia a quien se le había otorgado el título de "Cristianísimo".
6. La compensación a los dos Reyes por el título concedido al rey de Francia.
 
(Para situarnos en  la época histórica de los Reyes Católicos, vamos a repasar como estaba conformada la Península Ibérica antes del increíble reinado de los Reyes Católicos).



La España bajomedieval anterior a los Reyes Católicos


La España de mediados del siglo XV, la inmediatamente anterior a la de los Reyes Católicos estaba constituida por cinco reinos independientes pero muy relacionados entre sí: Castilla, Aragón, Portugal, Navarra y Granada.Todos ellos, en mayor o menor medida se veían inmersos en la crisis multifactorial en que había caído Europa durante el siglo XIV y los comienzos del XV.

La Corona de Castilla, tras el ímprobo esfuerzo conquistador y repoblador del siglo XIII, había quedado exhausta. En este sentido hay que recordar que las conquistas cristianas habían sido paulatinas durante cinco siglos y en la mayor parte de los casos se trataba de tierras poco pobladas como consecuencia del desgaste de las guerras.

Sin embargo, las conquistas del siglo XIII supusieron la incorporación súbita de amplísimos territorios repletos de populosas ciudades que había que organizar con arreglo a un orden político nuevo. Al complejo crisol de pueblos, razas y religiones que constituía Al-Andalus, se sumaban los conquistadores cristianos del norte.

Los reyes castellanos, para agradecer el éxito en las empresas bélicas donaron amplios territorios a estos nobles guerreros que acumularon inmensas propiedades. En este contexto hay que citar la relevancia política, económica y territorial que tuvieron las órdenes militares en la Baja Edad Media española.

El prestigio de la monarquía castellana se debilitó en la guerra civil entre Pedro I y Enrique de Trastamara, coincidente, además con una etapa de calamidades de diversa índole.

Los siguientes monarcas castellanos no lograron mejorar la situación. Por su parte, crecía el descontento de los concejos municipales que veían aminorada su independencia jurídica en favor de la pujante nobleza.

El ascenso en autoridad de los grandes linajes nobiliarios tenía un efecto colateral negativo añadido, pues era muy frecuente las rencillas entre estas familias, frecuentemente enemistadas, que llegaban a convertirse en auténticas guerras que afectaban al conjunto de la sociedad.

Por su parte, La Corona de Aragón, tras la finalización de la reconquista peninsular pactada con Castilla y que al ser de menor extensión no había esquilmado las energías conquistadoras, por lo que los catalanoaragonesas redirigieron pronto sus energías hacia el Mediterráneo, tanto en el orden militar como comercial.

Sin embargo. El auge económico de la segunda mitad del siglo XIII y primera del XIV se frenan también tras las pestes y guerras vividas posteriormente y Barcelona cede su protagonismo a Valencia.

Navarra es un pequeño reino con relaciones hispanas (frecuentemente constreñido por los dos reinos vecinos de Castilla y Aragón) pero también con Francia por motivos dinásticos y geográficos.
Portugal era un reino independiente desde el siglo anterior y así siguió siendo.

Por último, al sur de la Península quedaba el Reino Nazarí de Granada, que había logrado permanecer independiente tras el desplome del imperio almohade del siglo XIII y que había logrado no caer en manos castellanas por la abrupta orografía de sus tierras y por los esfuerzos de organización que Castilla debió asumir tras la conquista de Extremadura, la Mancha, Murcia y el Valle del Guadalquivir.

Sin embargo, la independencia de Granada tenía un precio pues era tributaria de Castilla. Esta situación favoreció una cierta relación de tolerancia -aunque fueron frecuentes las guerras de frontera- entre moros granadinos y cristianos castellanos.

Una salvedad que hay que hacer llegado a este punto es que la situación descrita de inestabilidad, desavenencias internas y crisis no era, en absoluto, patrimonio exclusivo de los reinos hispanos, sino que era una constante casi universal del mapa político de Europa.

Atendiendo a la globalidad de estos reinos, hay que decir que, como en toda la Edad Media las relaciones entre ellos fueron estrechas, en uno casos como aliados y en otros como francos enemigos y con frecuentes roces fronterizos.



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Introducción al reinado de los Reyes Católicos:
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Los Reyes accedieron al trono de Castilla tras la Guerra de Sucesión Castellana (1475-1479) contra los partidarios de la princesa Juana La Beltraneja, hija del rey Enrique IV de Castilla. En 1479 Fernando heredó el trono de Aragón al morir su padre, el rey Juan II de Aragón. Isabel y Fernando reinaron juntos hasta la muerte de ella en 1504. Entonces Fernando quedó únicamente como rey de Aragón, pasando Castilla a su hija Juana, apodada "la Loca", y su marido Felipe I de Castilla, apodado "el Hermoso", duque de Borgoña y conde de Flandes. Sin embargo Fernando no renunció a controlar Castilla y, tras morir Felipe en 1506 y ser declarada Juana incapaz, consiguió ser nombrado regente del reino hasta su muerte en 1516.

La historiografía española considera el reinado de los Reyes Católicos como la transición de la Edad Media a la Edad Moderna. Con su enlace matrimonial se unieron provisionalmente, en la dinastía de los Trastámara, dos coronas: la Corona de Castilla y la Corona de Aragón dando nacimiento a la Monarquía Hispánica y, apoyados por las ciudades y la pequeña nobleza, establecieron una monarquía fuerte frente a las apetencias de poder de eclesiásticos y nobles. Con la conquista del Reino nazarí de Granada, del Reino de Navarra, de Canarias, de Melilla y de otras plazas africanas consiguieron la unión territorial bajo una sola corona de la totalidad de los territorios que hoy forman España —exceptuando Ceuta y Olivenza que entonces pertenecían a Portugal— que se caracterizó por ser personal, ya que se mantuvieron las soberanías, normas e instituciones propias de cada reino y corona.

Los Reyes establecieron una política exterior común marcada por los enlaces matrimoniales con varias familias reales de Europa que resultaron en la hegemonía de los Habsburgo durante los siglos XVI y XVII.

Por otra parte el descubrimiento de América, en 1492, modificó profundamente la historia mundial.
En la historia de España no existen personajes históricos tan célebres ni tan controvertidos como Isabel y Fernando.
Los Reyes Católicos impulsaron durante su gobierno una serie de empresas y tomaron una serie de transcendentes decisiones que han marcado decisivamente la historia de España, por lo que el citado protagonismo no es inmerecido.

Si no fuera suficiente, el periodo de su gobierno coincide con una etapa transcendental de la historia de Europa, la que supone la muerte definitiva de los valores y sistemas de la Edad Media (ya enferma desde el siglo XIV) y el advenimiento del nuevo mundo del llamado Renacimiento, marcado políticamente por la concentración del poder político en manos de los reyes absolutistas.

Somos conscientes de las diversas valoraciones a que está sujeto el gobierno de estos monarcas. Aún hoy, más de cinco siglos después, los historiadores y estudiosos valoran de manera muy distintas sus decisiones y actividades, a lo que no son ajenas las perspectivas ideológica, religiosa o política de la que partan.

Por ello, trataremos aquí de repasar la biografía de los reyes y los acontecimientos políticos de esta etapa de la manera menos apasionada y más neutral posible. No se trata de tomar partido a favor o en contra, ni de entra en valoraciones (que en cualquier caso no serían nunca objetivas ni justas pues se harían ajenas a la realidad de los hombres y mujeres que vieron y murieron hace veinte generaciones) sino de ser meros testigos de la historia.

Se le considera a Fernando como una persona hábil, inteligente, enérgico, tenaz y calculador, imbuido de sus deberes de soberano, pero también de sus derechos. Sin embargo, ya durante su reinado, surgió una leyenda anti-fernandina, que tuvo su origen en la alta nobleza castellana. En ella, se le tachaba a Fernando como ingrato, tacaño (murió pobre y cargado de deudas), envidioso, pérfido y marioneta de su mujer.

La historiografía moderna, a puesto en evidencia la debilidad de las corrientes anti-fernandinas y reconocido ha Fernando “el Católico”, como una de los máximos soberanos hispánicos.

En lo que coinciden la mayoría de los historiadores es en que ambos monarcas fueron capaces de intervenir tan decisivamente en la sociedad y política de su tiempo gracias a una su fuerte y vigorosa personalidad. En la reina Isabel predominaba la tenacidad y firmeza, mientras que en el caso de Fernando eran la habilidad y astucia política sus cualidades más sobresalientes.



 
Nacimiento de Fernando II de Aragón.


El 10 de marzo 1452 nació en Sos -Zaragoza- el infante Fernando, más conocido por todos como Fernando II de Aragón o Fernando “el Católico”. Su padre fue Juan II, por entonces rey tanto de la Corona de Aragón como del Reino de Navarra. Pero Fernando no fue el primogénito del rey Juan. De su primer matrimonio ya había tenido un hijo, el príncipe Carlos de Viana, con el que a pesar de ser su heredero estaba en plena guerra civil en territorio navarro y también en zonas de Cataluña, donde algunos nobles apoyaban al heredero por encima de su padre.

Juan II se quedó viudo y contrajo segundas nupcias en 1447, esta vez con la castellana Juana Enríquez, hija de nada menos que del Almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez. Fruto de este matrimonio, la reina Juana se quedó embarazada de Fernando. Durante la guerra civil entre Juan II y su hijo Carlos, este último fue por fin hecho prisionero en octubre de 1451, pero a pesar de eso la guerra continuó aún con más virulencia, si cabe. Es muy probable que las hostilidades en el Reino de Navarra propiciaran que la reina Juana, ya en avanzado estado de gestación, decidiera ir a dar a luz al Reino de Aragón, un territorio mucho más tranquilo en esos momentos. Pero claro, estamos en pleno siglo XV, y ni los caminos ni los medios de transporte son los de ahora, y al poco de atravesar la frontera entre ambos reinos, a Juana se le adelantó un poco el parto y dio a luz en la primera localidad que se encontró en suelo aragonés; Sos.

Aún hoy en día quedan recuerdos de este episodio, pues la puerta medieval por la que Juana entró en la localidad zaragozana se sigue llamando “El portal de la reina“, en su honor. Fue alojada en el palacio de Sada, y allí fue donde nació el futuro Fernando “el Católico”, quien se convertiría en uno de los reyes más importantes de la Europa de su época. El propio Sos acabaría recibiendo más tarde, en recuerdo de este nacimiento, el nombre completo que hoy en día conocemos; Sos del Rey Católico.

El bautizo oficial ante la corte del infante se produjo en La Seo de Zaragoza casi un año después, en febrero de 1453. Pero aunque no hay pruebas que lo aseveren, varios investigadores creen que el verdadero bautismo de Fernando se produjo en el mismo Sos a los pocos días de nacer, probablemente en la iglesia de San Esteban. Hay que recordar que en aquella época la mortalidad infantil era extremadamente alta, y muchos eran los bebés que morían a los pocos días o semanas de nacer por diferentes causas. Por ello el bautizo se realizaba a las horas o pocos días de haber nacido para así asegurar, por lo que pudiera pasar, que el recién nacido estuviera reconocido como miembro de la comunidad cristiana y con el pecado original purgado ante los ojos de Dios. Es por eso por lo que se hace difícil creer que los reyes esperaran once meses a que su hijo fuera bautizado.

Años después, el príncipe Carlos de Viana murió, y Fernando fue jurado en las cortes de Aragón celebradas en Calatayud en 1461 como heredero al trono de Aragón y de la Corona de Aragón -no fue así en el reino de Navarra, que se acabó desvinculando a la muerte de Juan II-. En 1469 Fernando se casó con la futura Isabel I de Castilla y ambos propiciarían la unión de ambas coronas en una sola cabeza -a pesar de que estuvo a punto de no producirse dicha unión-, el fin de la conquista de al-Andalus, la expulsión de los judíos, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la proyección mundial de lo que pronto empezaría a conocerse como la Monarquía Hispánica.

El genio político de Fernando fue tal, que las malas lenguas dicen que el propio Nicolás Maquiavelo se inspiró en él para escribir “El príncipe“, una especie de manual en el que comentaba las cualidades que debía tener el mejor de los monarcas. ¿Realidad? ¿Ficción? Probablemente nunca lo sabremos, pero desde luego el que fue el último monarca Trastámara fue toda una figura en una Europa que se adentraba de forma vertiginosa en la Edad Moderna.



Los grandes Monarcas no nacen: se hacen.


La serie Isabel, protagonizada por la actriz Michelle Jenner, volvió a poner de actualidad el reinado de los Reyes Católicos. Nosotros, como historiadores, nos maravillamos del interés que puede despertar el cine en un determinado episodio histórico. Sabemos que a raíz de esa serie es un tema que gusta, que engancha, y por eso hemos hablado hasta la saciedad del reinado de los Reyes Católicos, de la boda de los monarcas, de las políticas matrimoniales de sus hijos, de lo que ocurrió a la muerte de Isabel, de las consecuencias para Aragón de su reinado, pero nunca hemos hablado de la niñez y juventud de Fernando.

Quien haya visto la serie sabrá de las intrigas palaciegas y de la guerra civil que vivió la joven Isabel de Castilla hasta consolidar su posición como reina de Castilla. El seguidor de la trama completa, habrá observado la repentina aparición de Fernando II de Aragón con su condición de rey de Sicilia ya bastante afianzada y puede pensar que, a diferencia de Isabel, su ascenso al trono fue un camino de rosas. Nada más lejos de la realidad. Las circunstancias pondrían a prueba a Fernando desde su más tierna infancia.

Fernando II fue educado entre guerras, por y para la batalla, viviendo desde niño continuas intrigas palaciegas y escándalos familiares que le convirtieron en un hábil experto en el arte de la diplomacia. Era el primogénito del segundo matrimonio de Juan II, hermano del rey Alfonso V de Aragón.

El anterior matrimonio de Juan II con Blanca de Navarra había convertido a su padre en rey de Navarra y aunque su hermano Alfonso V fuera el rey de Aragón, quien verdaderamente gobernaba dicho reino era Juan II, ya que su hermano estaba ocupado en el lejano Nápoles. Fruto de este anterior matrimonio nació el Príncipe Carlos de Viana, hermanastro de Fernando II. El problema vino cuando murió Blanca de Navarra en 1441: un sector de la nobleza apoyaba como rey a Juan II y otro, a su hijo Carlos de Viana. El resultado fue una guerra civil entre padre e hijo por el trono de Navarra. Es en este contexto de guerra civil, en 1452, cuando nació Fernando del segundo matrimonio de Juan con Juana Enríquez. Huyendo de la guerra, Juana se puso de parto en la villa de Sos, situada en la frontera con Navarra, de ahí el nombre de Sos del Rey Católico.

El Príncipe Carlos fue derrotado y apresado por Juan II. Es decir, que cuando Fernando todavía llevaba pañales, su hermanastro estaba siendo encarcelado por su propio padre, además de ser declarado inhábil para la sucesión. El hecho de que el príncipe fuera derrotado y apresado no puso fin a la guerra porque sus partidarios seguían rebelándose a la autoridad de Juan. Este se vio obligado a firmar en 1453 la Concordia de Valladolid, en la que liberaba a su hijo, quien marchó a Nápoles a buscar la protección de su tío Alfonso V. El rey obligó a Juan a anular el desheredamiento, lo que implicaba que Fernando II no fuera el sucesor de Juan II.

El príncipe Carlos no sólo despertaba simpatías en Navarra, sino también en un amplio sector de la sociedad catalana que se oponía a la autoridad de Juan. Esto es así porque en Cataluña el padre del “Católico” apoyó a los grupos más desfavorecidos y a los campesinos, no por caridad, sino porque eran los enemigos tradicionales de los nobles, eclesiásticos y oligarcas de las ciudades que utilizaban las instituciones para restarle poder. Esto formó en Cataluña dos bandos. Por un lado La Biga, formada por altos nobles, eclesiásticos y oligárquicos que simpatizaban con el Príncipe de Viana. Y por otro lado, La Busca, formada por campesinos y las clases bajas de las ciudades, que apoyaban a Juan II.

Estando así las cosas, Llegamos al fallecimiento de Alfonso en 1458 sin herederos. En su testamento nombró a Juan rey de Aragón y a su sobrino, el Príncipe de Viana, gobernador de Cataluña. Imaginad las risas que se echaría el rey Alfonso a la hora de redactar su testamento. Lo primero que hizo Juan como rey fue otorgar a Fernando, con tan sólo seis años, el título de duque de Montblanc y conde de Ribagorza con la ciudad de Balaguer. El mensaje que daba era claro: Fernando sería su heredero y no el Príncipe de Viana.

En 1460 el príncipe Carlos de Viana fue arrestado y hecho prisionero, una vez más, por su padre. Entonces La Biga se alzó contra el rey y le obligó a liberar a su hijo y a acatar la Capitulación de Villafranca del Penedés en 1461. Esto limitaba notablemente su autoridad real e implicaba que Juan no podía entrar en Cataluña sin el permiso de las instituciones locales. En 1461 murió el Príncipe de Viana a causa de una enfermedad pulmonar, aunque las malas lenguas decían que fue envenenado por su madrastra –madre de Fernando II-, a saber. Unos días después, a la edad de 9 años, en la iglesia de San Pedro de los Francos de Calatayud, ante las Cortes de Aragón, el rey hace jurar a Fernando por príncipe heredero y señor por los días de su padre y después por su legítimo rey. Después de esto, en Cataluña la autoridad teórica recaía en Fernando, aunque quien gobernara en realidad fuera la Generalitat.

Una vez terminado el juramento, el joven príncipe marchó con su madre a la Ciudad Condal. Mientras esto ocurría, estalló en el norte de Cataluña una revuelta campesina. La estancia de madre e hijo en Barcelona no fue nada tranquila y estuvo marcada por el miedo y todo tipo de intrigas, ya que en la ciudad La Biga tenía mucho poder. Estaba efervesciendo un clima antidinástico e independentista muy peligroso en la capital catalana; y en febrero de 1462 Fernando y su madre abandonaron Barcelona en una marcha que más bien era una huida, aunque fuera inteligentemente urdida y enmascarada. Se refugiaron en Gerona, donde la revuelta campesina se había hecho muy fuerte, siendo muy bien recibidos por los gerundenses. La Generalitat, controlada por La Biga, bajo el pretexto de acabar con la revuelta campesina; envío un ejército, sitiando Gerona, donde estaban refugiados la esposa y el hijo de Juan II. El rey de Aragón se hizo con un gran ejército y con importantes recursos financieros gracias a un acuerdo con Luis XI de Francia. A continuación entró en Cataluña sin el permiso de la Genaralitat, incumpliendo lo pactado en la Capitulación de Villafranca del Penedés; y puso fin al sitio de la ciudad, liberando a su esposa y a su hijo. Este fue el inicio de la guerra civil en Cataluña entre La Biga que quería independizarse, y La Busca, que apoyaba a Juan II. Con sólo 10 años Fernando se vio en peligro de muerte por obra de sus súbditos rebelados; una de las causas, probablemente, del hábil y precavido autoritarismo que se manifestaría tantas veces el resto de su vida.

El acuerdo con el rey de Francia no fue gratis, se produjo a costa de hipotecar el Rosellón y la Cerdaña como pago de la deuda de 200.000 escudos para financiar al ejército francés. Al morir el Príncipe de Viana y al no aceptar la autoridad de Fernando, la Generalitat controlada por La Biga buscó un sustituto y este fue momentáneamente Enrique IV de Castilla, hermano de Isabel, viéndose las fronteras de Aragón con Castilla amenazadas. Al final, las actividades diplomáticas de Juan II y del rey francés obligaron a Enrique a declinar la oferta de la Generalitat. El siguiente candidato de la Generalitat fue el condestable Pedro de Portugal, que fue nombrado conde de Barcelona en 1463. Mientras todo esto ocurría, desde que en 1462 Fernando escapó del asedio de Gerona hasta 1464, el infante permaneció en Zaragoza, alejado de la guerra con Cataluña, siendo estos años los más importantes de su formación intelectual. Hasta entonces sus mejores maestros habían sido sus padres.

En 1465 con trece años participó en la guerra con Cataluña como jefe del ejército real, derrotando en la batalla de Calaf al condestable de Portugal, que acabó muriendo como consecuencia de las heridas sufridas en el combate. Este éxito, que en realidad se debía a sus capitanes y no a Fernando a causa de su corta edad, le encumbró para ser nombrado por su padre ese mismo año, lugarteniente general “en todos los reinos y tierras nuestras, tanto cismarinos como ultramarinos, ex latere nostro”. Como tal, con motivo del sitio de Cervera, marchó a Zaragoza para hacerse con más hombres y medios, a lo que accedió la capital del Ebro y otros municipios aragoneses. Siguió participando en la guerra, asediando el castillo de Amposta y tomando Tortosa. Su padre enfermó de vista, delegando responsabilidades de gobierno a don Fernando, quien en 1466 fue jurado como heredero en Valencia y en Zaragoza tomó posesión de su gobernación general como primogénito, jurando a continuación guardar los Fueros y privilegios del reino de Aragón. Parecía que la guerra con Cataluña estuviera a punto de terminar cuando ocurrió un giro de los acontecimientos totalmente inesperado. La Generalitat, que había perdido a su candidato, el condestable Pedro de Portugal; nombró rey a Renato de Anjou, un importante noble francés que contaba con el apoyo de Luis XI de Francia.

Las alianzas internacionales dieron un giro de 180 grados. Ahora era la Generalitat la que contaba con el apoyo de Francia y Juan II para contrarrestar apoyó a los duques de Borgoña y Bretaña con el fin de provocar un conflicto interno en el país galo, haciéndose necesaria una alianza de Aragón con Castilla. Fue este el motivo por el que se casaron Isabel y Fernando en 1469, para ayudarse a hacerse con el trono de sus respectivos reinos y no por amor. Otra cosa es que con el tiempo, como sabemos por su correspondencia, puede que se acabaran enamorando.

Gracias a la intervención de Francia, en 1467 la Generalitat derrotó a Fernando en Vilademat, quien a la edad de 15 años salvó la vida por los pelos. Muchos de sus principales capitanes no corrieron la misma suerte y fallecieron. En 1468 fue nombrado rey de Sicilia y a su vuelta tuvo importantes victorias en el norte de Cataluña. Una vez terminada la campaña, asentó sus cuarteles de invierno en Lérida, donde mantuvo un romance con Aldonza Ruíz de Ivorra, vizcondesa de Ebol, con quien tuvo un hijo bastardo, Alonso de Aragón, que posteriormente sería arzobispo de Zaragoza.

Al año siguiente, en 1469 se casó con Isabel de Castilla. Oreste Ferrara resumió en esta frase el matrimonio de Valladolid: “Doña Isabel hizo a don Fernando rey de Castilla; mas don Fernando la hizo, en esta hora difícil, princesa de Castilla”. Desde entonces hasta 1472 no pisó tierras aragonesas, ocupándose de la guerra en Cataluña su padre Juan II. Ese mismo año, el rey Juan entró victorioso en Barcelona, poniendo fin a la larga guerra civil catalana con la Capitulación de Pedralbes. En 1474 murió Enrique IV de Castilla, estallando una guerra por la sucesión al trono entre Isabel, hermana de Enrique y casada con Fernando de Aragón; y Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV y esposa de Alfonso V de Portugal. Esta guerra se inició tres años después de que Juan II acabara con la guerra de Cataluña, así que don Fernando pudo poner todos los recursos de Aragón al servicio de la causa isabelina. En 1479 ganó la guerra el bando de Isabel y murió Juan II de Aragón, convirtiéndose Isabel en reina de la Corona de Castilla y Fernando en rey de Castilla y rey de la Corona de Aragón. El resto es una historia sobradamente conocida. Su bagaje, antes de ser rey, no está nada mal.



 Fernando II y Aragón 

Fernando el católico desde un primer momento se centró más en los asuntos castellanos que en los aragoneses. Además la relación del rey con la clase dirigente aragonesa fue de oposición por su fuerte sentido autoritario.

De sus treinta y siete años de reinado permaneció menos de tres en tierras aragonesas. Así que para representarle en sus largas ausencias nombró lugarteniente a su hijo natural, el arzobispo de Zaragoza D. Alonso de Aragón.

Al convertir la Corona castellana en su lugar habitual de residencia y en centro de su imperio Trastámara tuvo que crear un organismo para los asuntos provenientes de los reinos de la Corona aragonesa, el Consejo de Aragón. Este Consejo iría restando poco a poco el poder a las demás instituciones políticas aragonesas. Aquí se supo rodear de buenos colaboradores pertenecientes al patriciado urbano o a la baja nobleza como Alfonso de la Caballería, Antonio Agustín o Juan de Coloma, en oposición de los grandes nobles aragoneses.


La población...   El fogaje de 1495 

En las Cortes de Tarazona del 1495 se realizó el primer censo completo de todos los municipios de Aragón, con una finalidad fiscal. Se denomina fogaje porque contabilizaba los fuegos u hogares de cada población y para conocer la cifra aproximada de habitantes hay que multiplicar por 4'5 ocupantes que había de media en cada hogar. Anteriormente hubo otros censos como el de las cortes de Maella de 1404, pero eran parciales y no contabilizaron a toda la población.

El número de fuegos en 1495 censados para todo Aragón es de 51.540, o sea unos 230.000 habitantes desigualmente repartidos, ya que solo una ciudad, Zaragoza, alcanzaba casi los 4.000 fuegos (18.000 habitantes) y la siguiente ciudad en número de población era Calatayud con poco más de 1.000 fuegos (4.500 habitantes).

Una de las instituciones comunes a los reinos que se intentó introducir en Aragón fue la Santa Hermandad, una especie de cuerpo de policía para abolir el bandolerismo y mantener el orden público, pero no tuvo ningún éxito y acabó por desaparecer al poco tiempo.

Pero la muerte en 1504 de la reina Isabel cambió el panorama en los reinos peninsulares. En Castilla, la Corona pasó a Juana y Felipe el hermoso, entonces Fernando regresó a sus territorios patrimoniales de Aragón casando con Germana de Foix, para buscar un heredero al trono que implicaría la ruptura de la unión dinástica de las Coronas de Castilla y Aragón. Pero esta nueva situación duró poco tiempo, ya que Felipe murió enseguida y Fernando se tuvo que ocupar de la regencia castellana. En cuanto al heredero para Aragón, en 1509 nació Juan de Aragón, que no sobrevivió más que unas horas.

Fernando II murió en 1516 en tierras castellanas y dejó en testamento sus reinos a su hija Juana, que fue apartada rápidamente del trono en favor de su hijo Carlos I, lo cual supuso el advenimiento de una nueva dinastía: la Casa de Austria.

En lo que se refiere a la vida cultural aragonesa bajo el reinado de Fernando II sufrió un empuje importante. Destaca el mecenazgo del arzobispo de Alonso de Aragón, sobre cuya corte giraron todas las artes.

Fue en este momento, gracias a la aportación económica de los Reyes Católicos cuando se realizó la portada plateresca del monasterio de Santa Engracia, bajo el proyecto de Gil Morlanes, un auténtico retablo en la portada en el que aparecen representados los mecenas. También fue subvencionado por los reyes en esta misma época la ampliación realizada en el palacio de la Aljafería. Todas estas obras artísticas sirvieron como un instrumento de la propaganda política de la monarquía, especialmente el salón del trono, lugar ideal para las representaciones de la corte.


Una revolución en la cultura... Los primeros impresores en Aragón

La imprenta es un invento de mediados del siglo XV que revolucionó la cultura europea, ya que permitía acercar los libros a un mayor número de gente, porque ya no tenían que ser copiados a mano uno a uno dentro de los monasterios. 

La primera impresión de un libro en Aragón la hizo el alemán Mateo Flandro con la obra Manipulus curatorum en 1475, es la primera en España que se conoce con seguridad la fecha. Este Mateo Flandro fue el primero de muchos impresores alemanes y del Norte de Europa que se instalaron en Aragón.

Hasta el año 1500, la capital aragonesa se convirtió en un importante centro productor de incunables realizados por la primera generación de impresores venidos del Norte de Europa. Realizan cerca de ciento cincuenta incunables destacando los nombres además del ya citado Mateo Flandro, artistas como Enrique Botel, Pablo y Juan Hurus o Jorge Cocci. Destacan por la calidad en sus grabados los de Pablo Hurus.



La boda de los Reyes Católicos.


En 19 de octubre del año 1469 se produjo en el palacio de los Vivero de Valladolid uno de los matrimonios que más trascendencia han tenido para la historia de la península ibérica; el de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que más adelante serían conocidos como los Reyes Católicos. Tenían 17 y 18 años respectivamente, unos jovenzuelos todavía –quizás no tanto para la media de edad de la época-, y desde luego no lo tuvieron fácil.

Aunque es un dato relativamente desconocido, Fernando no siempre fue el heredero al trono de la Corona de Aragón. No sería hasta 1461 y tras la muerte de su hermanastro Carlos de Viana, -fruto del primer matrimonio de Juan II de Aragón y Navarra- cuando el príncipe Fernando fue jurado como heredero en las Cortes de Calatayud de ese año.

Por su parte Isabel lo tuvo incluso mucho más complicado para alcanzar el trono castellano que, en justicia, no le pertenecía. Era hija de la portuguesa Isabel de Avis, quien fue la segunda esposa de Juan II de Castilla. Este ya había tenido un matrimonio antes que tuvo como fruto a Enrique IV de Trastámara, quien le sucedió en el trono. Por lo tanto, Isabel era hermanastra del monarca castellano. Estaba en la línea de sucesión, sí –aunque por delante estuvo su hermano Alfonso-, pero durante varios años estuvo en el candelero de la corte el tema de que Enrique IV era incapaz de engendrar un heredero. Finalmente, y se dice que gracias a las artes de un galeno judío –los mejores en la época-, la reina logró concebir, naciendo finalmente la princesa Juana, que fue jurada heredera de Castilla. Sin embargo, las malas lenguas incentivadas por parte de una nobleza que le interesaba tener monarcas débiles para poder controlar y adquirir así más poder, decían que Juana no era hija del rey, sino de uno de sus hombres de confianza, Beltrán de la Cueva. Fue así como a la pobre Juana se le acabó apodando como “la Beltraneja”, y así es como la conoce la historiografía actual.

Esto fue utilizado por nobles como el marqués de Villena, el arzobispo Carrillo y otros nobles que quisieron forzar el nombramiento como herederos primero a Alfonso y, tras su muerte, la de Isabel –la futura católica-, creyendo que podrían controlarlos a su antojo. Durante años se produjo una larga guerra civil en Castilla entre los partidarios de Enrique IV y su hija Juana y los de Alfonso/Isabel, hasta que esta logró forzar el famoso Pacto de los Toros de Guisando -1468-, en virtud del cual Isabel fue reconocida como heredera en detrimento de Juana –muy a pesar de su padre Enrique-.

Sin embargo, los conflictos entre ambos bandos  continuaron, –Isabel comenzó ya desde entonces a considerar como derecho propio el heredar la corona y a no dejarse gobernar por sus hasta entonces “apoyos”-, y Enrique IV dio por inválidos los acuerdos alcanzados mientras Isabel los consideraba en vigor. Lo que estaba claro era que Isabel necesitaba apoyos fuertes incluso fuera de Castilla, lo que llevó al acercamiento con la Corona de Aragón y Juan II, que por su parte buscaba apoyos externos en su doble lucha contra parte de la nobleza catalana y contra los franceses, que estaban logrando arrebatarle los condados del Rosellón y la Cerdaña.

Después de varias negociaciones se acordó que lo mejor era el casamiento de ambos príncipes. A pesar de que muchas veces se ha visto como un verdadero amor a primera vista realmente fue, como todos en aquella época, un matrimonio de conveniencia, aunque parece por algunas cartas personales que ambos se mandaron que con el tiempo surgió un profundo amor. Lo cierto es que Aragón buscaba el apoyo que lograría de Castilla en caso de que Isabel lograra ocupar el trono, mientras que esta tendría el apoyo de la corona aragonesa y del propio Fernando, que ya era un estratega político y militar consagrado, en su lucha por el trono castellano.

Pero incluso tuvieron dificultades para lograr oficiar la propia boda. En primer lugar, ambos eran Trastámara, y más concretamente primos segundos, lo que en principio exigía una bula papal para que se permitiera el matrimonio. Pero Enrique IV y sus apoyos querían impedir esta boda por todos los medios y presionaron fuertemente a Roma y a los legados papales para que esa bula nunca fuera dispensada. Sin embargo, Fernando e Isabel ya comenzaron a dar muestras de su posterior pragmatismo de cara a los asuntos de Estado, y ya que no llegaba dicho documento, decidieron falsificarlo –con el tiempo y ya logrado el poder, consiguieron que la bula fuera oficial-.

Por otra parte, y en caso de que los esfuerzos diplomáticos no fructificaran, Enrique IV se esforzó en reforzar las fronteras entre Aragón y Castilla para que el propio Fernando no pudiera llegar a Valladolid para su propia boda. Este, que tenía que llegar como fuera, llegó a disfrazarse de mozo de mulas de unos mercaderes y a cruzar la frontera por algunos pasos más secundarios del río Jalón.

Finalmente se produjo el enlace y desde entonces se apoyaron mutuamente para lograr sus objetivos. A la muerte de Enrique IV en 1474 Isabel se proclamó reina de Castilla, mientras que parte de la nobleza ensalzó a Juana “la Beltraneja” y logró el apoyo de Portugal y Francia. Estalló entonces una guerra civil, pero gracias en buena medida al genio militar de Fernando, Isabel salió vencedora convirtiéndose, ahora ya sí, en reina de Castilla junto a su esposo, que tras varias disputas logró también una igual cuota de poder en el reino castellano y no ser un mero rey consorte. De hecho, en Castilla es considerado como Fernando V, ordinal que también se usa de forma tradicional para designar a los monarcas españoles.

Ambos monarcas lograron la unión dinástica –que no territorial- entre la Corona de Aragón y Castilla y pusieron las bases de la futura Monarquía Hispánica de los Habsburgo, el germen que con el tiempo acabó conformando la actual España. Un matrimonio que desde luego ha dado que hablar a los historiadores, ¿no os parece?




Que supuso para España el matrimonio de los Reyes Católicos.


El 7 de marzo de 1469 tuvieron lugar las Capitulaciones de Cervera –Lérida-, donde entre otros asuntos se acordó el matrimonio de los futuros Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla.
Un sector de la historiografía ha visto en este hecho el nacimiento del Estado Español. Nada más lejos de la realidad. Por aquella época hablar de España era como hoy en día hablar de Escandinavia. Por supuesto que existían los españoles y se les llamaba españoles o hispanos, igual que hoy en día se nombra a los escandinavos. Pero del mismo modo a lo que ocurre actualmente en la península Escandinava, que hay varios países -Noruega, Suecia y Finlandia-; en ese momento existían en la península Ibérica varios Estados -la Corona de Aragón, la Corona de Castilla, el reino de Navarra y el reino nazarí de Granada-, cada uno con sus leyes y sus formas de gobierno. Todos estos Estados no pertenecían al pueblo, sino que pertenecían a un monarca y la unión del rey de Aragón en matrimonio con la reina de Castilla, no supuso la unificación de ambos territorios. Lo que significó este enlace fue que sus descendientes heredarían ambos reinos pero cada uno de estos Estados conservaría sus leyes y sistemas de gobierno diferentes. Implicaría únicamente que ambos territorios serían gobernados por la misma persona.
No es hasta la llegada de los Borbones en el siglo XVIII con los Decretos de Nueva Planta en 1707 cuando se puede hablar del reino de España, porque es entonces cuando se aplican las leyes de la Corona de Castilla en la Corona de Aragón, uniformizándose el territorio bajo una misma legislación y gobierno.
Aragón, de hecho, fue una fuente de problemas para Fernando el Católico y sus herederos, los Austrias, pues querían gobernar el reino como si fuera Castilla, ya que allí el rey tenía poder absoluto, a diferencia de lo que ocurría en la Corona de Aragón, donde el monarca estaba sometido a las Cortes y entre otras cosas, para recaudar impuestos tenía que convocarlas, exigiéndole estas cada vez que las convocaba una reparación de agravios.

No sólo eso, sino que si ambos territorios quedaron unidos bajo unos mismos reyes se debió más a un producto del azar que al matrimonio de los Reyes Católicos. Fernando II podía gobernar en Castilla porque estaba casado con Isabel I de Castilla e Isabel era mujer. Sin embargo, esta no podía reinar en la Corona de Aragón. Dicho de otro modo, en Castilla podían gobernar Isabel y Fernando porque la propietaria del reino era mujer pero, Aragón sólo podía ser administrado por Fernando, ya que el poseedor del reino era varón. En el momento en que falleció Isabel en 1504, Fernando II ya no podía hacerse cargo de Castilla, debido a que no era el dueño del reino. Sólo gobernó Castilla por estar casado con su propietaria. El derecho de reinar en Castilla correspondía a sus hijos con Isabel, en concreto a Juana la Loca, casada con Felipe el Hermoso, heredero de Flandes y Austria. Ambos tuvieron un hijo, llamado Carlos, que era beneficiario de Castilla por parte de madre y de Flandes y Austria por parte de padre.

A la muerte de Isabel fueron reyes de Castilla Juana la Loca y Felipe el Hermoso, siendo Fernando el Católico únicamente rey de la Corona de Aragón. Este se casó por segunda vez e intentó tener hijos. Si hubiera tenido éxito, Carlos nunca hubiera heredado Aragón. El azar quiso que Felipe el Hermoso muriera muy pronto y que Fernando II de Aragón no tuviera más descendencia. Al fallecer pronto Felipe el Hermoso y al ser declarada Juana la Loca incapacitada para gobernar por sus problemas de salud mental, al que le tocaba en suerte ser rey de Castilla era a su hijo Carlos pero no tenía la edad, así que fue regente su abuelo Fernando II, rey de Aragón. El futuro emperador Carlos V –Carlos I de Castilla y Aragón- heredó de su madre Juana la Loca el reino de Castilla, de su padre Austria y Flandes y de su abuelo, puesto que no tuvo hijos con su segundo matrimonio, la Corona de Aragón.       
                                  


El Infante Juan de Aragón y el intento de separación de las dos Coronas.


El 3 de mayo del año 1509 nació y murió en Valladolid el príncipe don Juan de Aragón, hijo de Germana de Foix y Fernando II “el Católico”. Poca fue la trascendencia del Infante, pues apenas sobrevivió unas pocas horas a su propio nacimiento. Sin embargo, su destino era el de romper la unidad dinástica entre la Corona de Aragón y Castilla que habían urdido décadas antes los mismos Reyes Católicos, y lograr que los Estados del rey aragonés se siguieran manteniendo en manos de la casa de Trastámara, y no fueran a parar a una casa extranjera, como pasó finalmente. Pero, ¿cómo Fernando “el Católico” pudo renegar al final de la obra de toda una vida junto a su esposa Isabel de Castilla?

La muerte paulatina de varios de sus hijos, convirtieron a su hija Juana en heredera de todos sus Estados. Pero a esta la habían casado con Felipe “el Hermoso”, duque de Borgoña e hijo y heredero del emperador Maximiliano I de Austria. Este matrimonio era una pieza más de la política internacional de los Reyes Católicos, que pretendía mediante alianzas con diferentes Estados europeos el aislar a Francia y desactivar la gran amenaza que suponía. Sin embargo, Felipe les salió rana, pues resultó al final ser muy afín a las políticas francesas, llegando incluso a traicionar a los Reyes Católicos desvelando sus planes al francés. Pero aún sabiendo que era un traidor a su causa poco podían hacer y, además, veían cómo su hija Juana había acabado embaucada por el enfermizo amor que sentía hacia su marido Felipe. Veían pues cómo la obra de toda una vida se hallaba en peligro, pues estaba claro que a la muerte de ambos monarcas, sus Estados pasarían a las manos de Felipe “el Hermoso” en lugar de a las de Juana, que pocas muestras daba de querer gobernar, además de ir mostrando algunas señales de su posterior “locura” -aunque más parece que la volvieron loca entre todos-.

A los pocos meses de morir Isabel “la Católica”, Fernando decide contraer de nuevo matrimonio, esta vez con Germana de Foix, con el único objetivo de tener un hijo que heredera y salvaguardara al menos a la Corona de Aragón. Las Cortes de Aragón habían jurado a Juana como heredera, pero con la salvedad de que si Fernando lograba tener un hijo varón sería este el que heredaría el trono. A pesar de que en 1506 muere Felipe “el Hermoso”, la herencia iría a parar a manos del hijo de este, Carlos, el futuro emperador Carlos V, que pertenecía ya a la casa de Habsburgo y no a la de Trastámara, y que para más inri estaba siendo educado en Flandes, por lo que se le consideraba un total extranjero. Fernando no quería permitir esto, y finalmente en 1509 nacería el príncipe Juan, que de haber sobrevivido habría heredado la Corona de Aragón, rompiendo la unión dinástica con Castilla. Pero el infante no salió adelante y murió ese mismo día, siguiendo el curso de la historia que hoy conocemos. Fernando “el Católico” siguió intentando hasta su muerte tener un hijo, y muchas fuentes dicen que los bebedizos a los que acudió para aumentar su potencia sexual acabaron por precipitar su muerte a principios de 1516.

El rey católico aún intentó hacer un último esfuerzo para evitar que heredara el trono un extranjero como su nieto Carlos, educando él mismo a su otro nieto, el príncipe Fernando, que a pesar de ser un Habsburgo fue educado en Castilla dese su niñez. Era su nieto favorito y llegó a declararle su heredero, pero finalmente y en su lecho de muerte, Fernando II decidió respetar la voluntad de su fallecida esposa Isabel, y respetó la herencia de Carlos. Hasta aquí una historia de lo que pudo haber sido, pero que nunca fue.



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Para conocer más:
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Los últimos años de Fernando el Católico: la lucha por el poder.


A la muerte de Isabel la Católica, Fernando se vio forzado a ceder el poder en Castilla a su yerno, Felipe el Hermoso. Pero dos años más tarde regresó con mayor fuerza que nunca, dueño absoluto del reino de Nápoles y decidido a vengarse de quienes lo habían traicionado.


En 1504, Fernando el Católico logró uno de los objetivos que había acariciado durante más tiempo. Por fin, tras décadas de intentos, el reino de Nápoles había pasado a poder español. Las tropas y el dinero de Castilla consiguieron expulsar a los franceses de aquella antigua posesión aragonesa y derrocar a la dinastía local gracias a una serie de sensacionales victorias del Gran Capitán, el genio de la guerra de aquel tiempo. Un éxito como pocos que habría coronado una gloriosa trayectoria vital. Sin embargo, ese año fue también el de la muerte de Isabel la Católica, la reina de Castilla, con la que Fernando se había casado treinta y cinco años atrás. El fallecimiento produjo sin duda en el monarca aragonés un profundo impacto emocional, pues, pese a los deslices de Fernando y puntuales desacuerdos, entre ambos había surgido un respeto y estima mutuos que completaban lo que fue una alianza política.

El fallecimiento produjo sin duda en el monarca aragonés un profundo impacto emocional

Pero también lo dejó en una posición política muy débil, ya que sus derechos al trono castellano dependían únicamente de su condición de rey consorte. La heredera legítima era su hija, Juana, casada con el archiduque Felipe de Habsburgo, Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano. Una hija aquejada de una evidente inestabilidad mental y que además estaba enamorada de forma obsesiva de su esposo, quien la manejaba a su antojo. Estaba claro que su joven yerno, aupado al trono castellano, no iba a permitir las injerencias de Fernando en el trono de Castilla.

La muerte de la reina Isabel, además, reabrió viejas heridas mal cerradas en el tejido social castellano. La gran nobleza, que odiaba con saña al «viejo aragonés», como lo llamaban, no desaprovechó la coyuntura y se pasó en bloque a Felipe. Los principales magnates, que habían sido sojuzgados en tiempos pasados, vieron la oportunidad de desprenderse del yugo de la monarquía y de volver a sus acostumbrados abusos, rapiñas y usurpaciones. Fue así como, nada más desembarcar Juana y Felipe en La Coruña, en abril de 1506, procedentes de los Países Bajos, se puso en evidencia el cambio de lealtades de la aristocracia. A medida que los nuevos reyes se iban internando en el territorio peninsular, se iban añadiendo a su séquito infinidad de tropas enviadas por la más alta nobleza. Finalmente, Fernando se vio obligado a entregar todo su poder y retirarse a Aragón, sus tierras patrimoniales.


EL GENIO Y LA FORTUNA.

En esta tesitura, el genio político de Fernando el Católico se puso de manifiesto una vez más. Todo parecía haberse puesto en su contra: abandonado por la nobleza castellana, acosado en Nápoles por los franceses, cuya potencia militar era muy superior, enfrentado al emperador Habsburgo, al rey de Aragón se le cerraban todas las salidas. Pero todo cambió gracias a una jugada maestra de la diplomacia. Fernando se alió con su más acérrimo enemigo, Luis XII de Francia, y se casó con la sobrina de éste, Germana de Foix, de apenas 17 años. El enlace entrañaba una colaboración política entre los dos monarcas, lo que suponía una amenaza directa para Felipe el Hermoso. También conllevaba la posibilidad de que la Corona de Aragón quedara separada de la de Castilla si la nueva pareja tenía descendencia masculina. Sólo el azar biológico evitó este desenlace, ya que el matrimonio tuvo un hijo que murió nada más nacer.

La suerte también jugó a favor de Fernando. ¿Quién iba a suponer que el joven y robusto Felipe caería gravemente enfermo y moriría de repente? Es lo que sucedió en 1506. Tan rápido se desarrolló todo, que más de uno habló de que alguien lo había envenenado, cosa nada rara en la época, aunque más bien parece que el impetuoso príncipe flamenco fue víctima de una epidemia de peste que asolaba la Península. Comoquiera que fuese, la desaparición de Felipe permitía a Fernando volver a ocupar el poder en Castilla, esta vez como regente, actuando en nombre de su hija Juana la Loca y de su nieto, el futuro emperador Carlos V, por entonces un niño de seis años.

La noticia de la muerte de su yerno le llegó a Fernando cuando se encontraba en Italia, en un pueblo de la bahía de Génova. El viaje respondía al interés del monarca aragonés por el reino de Nápoles, la joya de la corona en Italia, un extenso territorio que Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, había terminado de conquistar para la monarquía española en las batallas de Ceriñola y Garellano (1503). Pese a estas victorias, el dominio de Fernando era todavía frágil. Por un lado, un fuerte sector de los barones, la alta nobleza feudal napolitana, seguía inclinándose secretamente por el rey de Francia. Por otro, la reciente conquista del reino, dirigida por el castellano Fernández de Córdoba, se había realizado sobre todo con dinero y tropas también castellanas; ahora, como rey de Aragón, Fernando pretendía integrar el reino italiano en su corona, y justamente por ello temía que se le pudiesen discutir sus derechos. Además, estaba la incómoda figura del Gran Capitán, de quien algunos decían que estaba dilapidando el patrimonio regio napolitano repartiendo toda suerte de mercedes a sus subordinados. A oídos del rey Fernando llegaron incluso rumores de que el aclamado general tramaba dar un golpe de mano para convertirse él mismo en rey de Nápoles.

De modo que, nada más abandonar Castilla, Fernando se dirigió a Barcelona y allí se embarcó con rumbo a Italia. En Génova se entrevistó con el Gran Capitán, al que colmó de muestras de afecto y de títulos. Pero cuando llegó a Nápoles, sabiendo ya la muerte de Felipe, no tuvo contemplaciones. El Parlamento del reino lo reconoció como rey, lo que significaba que automáticamente el Gran Capitán cesaba en sus funciones de virrey. Para compensarlo, el Rey Católico le concedió un nuevo título, el de duque de Sessa, así como el cargo de maestre de la Orden de Santiago. El veterano general –tenía 56 años– se vio obligado a abandonar Italia, el país que había conquistado para un rey que ahora se deshacía de él sin contemplaciones.

La leyenda añadió luego una famosa historia en torno a las relaciones entre Fernando el Católico y Gonzalo Fernández de Córdoba, la de las «Cuentas del Gran Capitán». En una ocasión, cuando supuestamente el rey le pidió que justificara los gastos realizados como virrey de Nápoles, Gonzalo, haciendo gala de su característica sorna, le mostró una lista con las cantidades desorbitadas que había gastado... en beneficio únicamente del rey: 200.000 ducados para pagar a frailes y monjas que rezaran por sus victorias; 740.000 para los espías que le habían permitido conquistar el reino... El monarca comprendió la pulla y cambió de tema. La historia, de cuya veracidad no hay pruebas, servía para poner de manifiesto el generoso desprendimiento del noble militar, en contraste con la mezquindad de Fernando, y reflejaba la imagen negativa que se llegó a crear en torno a un rey nada agradecido a sus vasallos, por mucho que a éstos les debiera.

En el verano de 1507, el Rey Católico emprendió el retorno a España decidido a recuperar el poder que dos años antes le habían arrebatado en Castilla. Tras desembarcar en Valencia, se adentró en tierras castellanas a través de Soria. En Tórtoles de Esgueva, un pequeño pueblo próximo a Burgos, se encontró con su hija, la princesa Juana, acompañada por un carro tirado por cuatro caballos en el que iba el ataúd de su esposo Felipe. Padre e hija tomaron el camino de Burgos, pero poco antes de llegar doña Juana se negó a seguir. Fernando no vaciló y, para evitar que en el futuro reclamara sus derechos al trono, hizo que la encerraran en el castillo de Tordesillas, fuertemente vigilada. Allí permaneció durante medio siglo, hasta su muerte en 1555.

Para Fernando, había llegado el momento de la venganza contra aquellos que lo habían traicionado apenas un año antes, cuando muchos de sus servidores se pasaron al bando de Felipe el Hermoso nada más llegar éste a Castilla. Para ello el Rey Católico no dudó en valerse de la Inquisición. Así, permitió que el inquisidor Lucero, el Tenebrario, instalado en Córdoba, asolara media Andalucía encarcelando a cientos de judeoconversos, muchos de ellos antiguos servidores de la Corona, de los que buena parte ardieron vivos en las hogueras encendidas por el tribunal de la fe. Conviene recordar que los conversos españoles vieron en la llegada de Felipe el Hermoso una oportunidad de oro para eliminar la Inquisición, o cuando menos para recortar parte de sus atribuciones.

La represión llegó a su extremo con el encarcelamiento del mismísimo arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, antiguo confesor de Isabel la Católica, del cual se conocía su origen hebraico, tan cierto como indudable era su fe católica. De nada le sirvió su carácter de hombre santo, al decir de muchos, su pobreza evangélica y su intachable actuación. Sólo la muerte evitó que su procesamiento pudiera acabar en algo más terrible y que fuera condenado falsamente por hereje.

El monarca no pudo llevar a cabo la venganza contra la alta nobleza, por el enorme potencial militar de tan poderoso grupo. Pero cuando las circunstancias lo permitieron, Fernando se apresuró a dar un escarmiento a quienes lo hubieran desafiado. Por ejemplo, el atolondrado marqués de Priego, don Pedro Fernández de Córdoba, sobrino carnal del Gran Capitán, cometió el error de encarcelar a un ministro regio, por lo que en 1508 hubo de ver cómo un ejército real ocupaba su señorío y el castillo de Montilla, capital de sus estados, estuvo a punto de ser demolido. Salvó la vida por los pelos, pero el mensaje del soberano quedaba muy claro.



VEJEZ Y MUERTE.

La vejez de Fernando corrió en paralelo con el engrandecimiento de la figura de Cisneros. Hombre de Iglesia y de Estado, Jiménez de Cisneros fue inquisidor general, arzobispo de Toledo e incluso cardenal. Asumió la regencia de Castilla durante la estancia de Fernando en Nápoles, y volvería a desempeñar tal papel desde la muerte del rey hasta la llegada a España de Carlos V. Cisneros utilizó las inmensas rentas que le proporcionaba su extenso y rico arzobispado para una empresa que tuvo mucho de aventura personal: la conquista de la estratégica plaza norteafricana de Orán, un paso más en la expansión imperial española.

Esta nueva hazaña no frenó el declive físico de Fernando. El rey, el «viejo aragonés», se moría. Acosado por una esposa mucho más joven, que ansiaba tener descendencia a toda costa, se rumoreaba que incluso tomaba extraños brebajes para fortalecer su ya caduca virilidad. Falleció el 23 de enero de 1516, cuando se hallaba en una remota aldea extremeña, Madrigalejo. Como escribió el historiador Pedro Mártir de Anglería, «el señor de tantos reinos, el adornado de tantas palmas, el propagador de la religión católica y el vencedor de tantos enemigos, murió en una miserable casa rústica y, contra la opinión de las gentes, pobre».


 
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Isabel I de Castilla: La Católica

 
Isabel de Castilla (1451 -1504), hija del rey don Juan II de Castilla y de su segunda esposa doña Isabel de Portugal, 
Isabel nació el 22 de abril de 1451 en Madrigal de las Altas Torres (Avila). Sin embargo, son muchos los historiadores que han presentado pruebas, muy dignas de ser tenidas en cuenta, de que nació en Madrid. De niña fue rubia, blanca, sosegada, devota, simpática. Con los años se le fue oscureciendo el pelo, agruesó, perdió parte de su alegría y de su simpatía, pero aumentó su prodigiosa energía espiritual. Siempre fue su concepto de la religión bastante rígido, lindando con la intransigencia.
  

Llegada de Isabel a la corte

Muerto el rey don Juan (Valladolid, 1454), ocupó el trono su hijo don Enrique IV, habido de su primera esposa, doña María de Aragón, y por ello hermanastro de la futura Isabel I. Esta y su hermano don Alonso quedaron recluidos en Arévalo con su madre doña Isabel. Muchos años tristes. Muchos años eslabonados de penas y sobresaltos. La niña Isabel reza, lee libros ascéticos, sueña, atiende efusivamente a su madre, en quien la locura empieza a manifestar sus rigores. Pero su hermanastro el rey decidió que Isabel y Alonso marcharan a la corte, establecida en la ciudad de Segovia. Porque pensaba lo útil que podría ser a su política el casamiento de su atractiva y seria hermanastra. A punto estuvo de contraer forzado matrimonio con el rey don Alfonso de Portugal. Poco después aún peligró más su futuro, pues que don Enrique dispuso su enlace con el brutal, vicioso y poderoso caballero don Pedro Girón. Menos mal que la Providencia, velando por tan honesta doncella, determinó que don Pedro se rompiera «la crisma», cayéndose del caballo — que montaba ebrio — cuando se dirigía a Segovia en busca de su codiciada futura esposa.


Pacto de los Toros de Guisando

A Isabel sólo le consoló de tantos pesares, de tantos sobresaltos, la presencia a su lado de su muy amado hermano Alonso. Pero este consuelo terminó pronto, pues don Alonso murió al año siguiente en 1468. Y casi en seguida se iniciaron las conjuras en torno a otra desgraciada criatura: la princesa doña Juana, hija de Enrique IV y de su hermosísima esposa doña Juana de Portugal; pues eran muchos en Castilla, nobles y plebeyos, los que creían que doña Juana no era hija legítima del monarca, sino habida del adulterio de doña Juana con el favorito don Beltrán de la Cueva; de aquí que la denostaran con el infamante calificativo de Beltraneja. Estos nobles, muerto el infante don Alonso, tomaron a Isabel como su reina y juraron luchar a su favor. Pero Isabel, dando pruebas de cordura y respeto a su hermanastro, se negó a llamarse reina y aun se retiró al convento de Santa Ana, en Avila.
En algún momento de honda turbación, muy enamorado pero muy celoso de su esposa, inclusive haciendo buena — en parte — la calificación futura que le daría la Historia de Impotente, don Enrique accedió a reunirse con su hermana Isabel en el Monasterio de Guisando (Avila), en los límites de esta provincia con la de Madrid. De esta reunión salió el llamado Pacto de los Toros de Guisando, concertado el 18 de septiembre de 1468, y por el cual era Isabel considerada como heredera del reino de Castilla; consideración que llevó aparejada la aceptación de la bastardía de la también bella y desdichadísima doña Juana.
Por supuesto, consecuencia inmediata al Pacto fue la de casar a Isabel. El rey don Enrique pretendió dos matrimonios: el de Isabel con el rey Alfonso V de Portugal y el del heredero de éste, príncipe don Juan, con la bastarda doña Juana. El proyecto se malogró. Porque Isabel estaba enamorada del príncipe heredero de Aragón, don Fernando… Auxiliada eficazmente por el arzobispo Carrillo y por el almirante don Fadrique Enriquez, Isabel buscó refugio en Valladolid. A un mismo tiempo, el príncipe de Aragón don Fernando, disfrazado de mozo de mulas, se adentró en Castilla. Y en el Palacio de Vivero contrajeron matrimonio el 19 de octubre de 1469. Detalle curioso: el arzobispo Carrillo, permanente conspirador y sujeto de «vaga moral», falsificó la Bula pontificia, en la que se dispensaba el parentesco existente entre Isabel y Fernando.


Nuevo inicio de batalla en Castilla

Parece innecesario declarar que cuando se enteró de este matrimonio, el rey don Enrique «montó en cólera» y determinó «tomarse gran venganza». Que consistió en gritar que doña Juana «la Beltraneja» era su hija legítima, y que sólo ella era la heredera de su reino. Los gritos y el reconocimiento del monarca llegaron tarde; y la infeliz princesa se encontró con escasísimos defensores para sus derechos. Escasísimos, pero algunos de ellos poderosos, intrigantes hasta la obsesión: el marqués de Villena, el conde Arévalo, y el danzante arzobispo Carrillo que había cambiado de bando como quien cambia de camisa. A estos poderosos partidarios de «la Beltraneja» se unió el rey don Alfonso de Portugal, a quien Isabel había dejado «compuesto y sin novia». Ni corto ni perezoso, don Alfonso decidió quitar su novia al hijo y ser él quien
contrajera esponsales —en Plasencia— con doña Juana. Apenas celebrados los cuales, don Alfonso, al frente de aguerridas huestes, penetró en Castilla por Zamora y Toro. Pero en Toro sufrió derrota casi vergonzosa ante las tropas que mandaba el propio don Fernando de Aragón. Posiblemente este suceso determinó que las Cortes, reunidas en Madrigal, reconocieran a Isabel como la heredera única de don Enrique IV.

 
Isabel y Fernando reyes de Castilla y de Aragón

Poco después, Isabel y Fernando, con un gran ejército marcharon a tierras extremeñas, en las que se habían refugiado los nobles y el arzobispo partidarios de «la Beltraneja»; porque el rey de Portugal había huido con ligereza de corzo hostigado a sus inviolables tierras. Al marqués de Villena se le privó de su señorío de Trujillo. Todavía durante algún tiempo «colearon» las pretensiones portuguesas acerca de Castilla; pero derrotado el rey don Alfonso en Albuera 1479, hubo de aceptar el Tratado de Alcozobes, en el que tanto él como doña Juana «la Beltraneja» renunciaban a sus pretensiones. Y como en 1479 falleció el rey de Aragón don Juan II, y como desde 1474 —año en que murió Enrique IV — era reina de Castilla Isabel, en aquel año quedaron unidas las coronas de Castilla y Aragón. Aprovechando aquella «clarita» en las guerras intestinas y en las políticas subversivas, los monarcas decidieron dar batalla a fondo contra la nobleza, para privarla de sus abusivos poderes y feudos sobre más de media España; pues desde el siglo X hasta el XV, los monarcas poseyeron menos tierras y riquezas que sus nobles, a quienes debían aquéllos agasajar y seguir regalando si deseaban que éstos les prestasen hombres y dinero para proseguir la reconquista de todo el territorio español, mucha parte del cual aún poseían los musulmanes.


Estabilización del reino

El problema no resultó nada fácil para aquellos monarcas que querían ser únicos rigiendo un gran pueblo también unido. Tuvieron que pelear arma en mano en Galicia, contra nobles y prelados levantiscos, y en Guipúzcoa contra Francia, asimilarse los Maestrazgos de las Ordenes Militares, pacificar la Andalucía, esquivar los laberintos que les había tendido el audaz y mefistofélico marqués de Villena… Con tacto, con energía, con halagos y favores, o con severidad y castigos, poco a poco lograron organizar un Poder legal sin mediatizadores. Iban de un lado a otro por el mapa de España; Isabel en su yegua blanca. En Sevilla les nació su primer hijo, Juan, que, además del natural heredero, fue quien desbarató definitivamente los proyectos portugueses de invasión.


España, primer Estado moderno

Isabel, mientras luchaba, organizó, desplegó su sueño en realidades, estudió afanosa. Aprendió el latín y «casi» el griego. Legisló no sin antes tener conocimiento de las disciplinas jurídicas vigentes en los antiguos reinos. Y quedaron delimitados —en unidad geográfica— los poderes de ambos cónyuges. Bajo la fórmula unitaria del Tanto monta, monta tanto, cada cual administraría su predio. Isabel es reina de Castilla, Fernando es rey de Aragón. Así se dio el caso que el descubrimiento de América se realizó bajo los pendones de Castilla y León, aunque se considere «hazaña general española». Por todo lo cual, Isabel y Fernando — yugos y flechas para su escudo — lograron organizar el primer Estado moderno, con unas Cortes que eran también modelo de perfecta democracia.
  

Reconquista del reino de Granada

Pero la fórmula de Estado que implantaron los Reyes Católicos no se correspondía con la integridad del cuerpo físico de la nación. España seguía repartida. Todavía en sus tierras del sur existían fragmentos de lo que fue poderoso Califato de Córdoba. Era preciso poner el broche a la reconquista empezada, siglos antes, en un rincón asturiano y en otro rincón pirenaico. Este broche no se cerraría mientras hubiese musulmanes en el llamado reino de Granada. Y contra este reino dirigieron sus ejércitos Isabel y Fernando. El monarca, con su habitual arrojo, al frente de sus huestes. La reina, derrochando energías en los frentes de combate y en la retaguardia. Ante Málaga — 1487 —, en las operaciones que determinaron la rendición del Zagal. Ante Granada, creando la ciudad de Santa Fe, y el primer hospital de sangre; allegando dinero, estudiando planes, sacando levas, animando a los atacantes de vanguardia. Un día de 1492 logró entrar en Granada. Isabel pudo sonreír con plenitud de gozo. La unidad española se había completado. (Sólo con ciertas reservas, pues quedaba por añadir la tierra navarra.)


Unión de reinos

Isabel y Fernando, ella con asombroso instinto político, él con su astucia diplomática y su sabiduría política —inspiradoras de maquiavelismos especialmente «fabricados» para el mejor príncipe europeo —, pensaron en el valor de las alianzas familiares para fines de interés internacional. Los Reyes eran los «propietarios» de los países que gobernaban. Por ello, si los «propietarios» se unen, si las Casas familiares reinan, la paz entre los príncipes cristianos es un hecho. Los hijos de Isabel y de Fernando enlazarían Cortes con Cortes sin necesidad de acudir a las guerras. Para Portugal destinaron a su primogénito don Juan, ya que el casamiento de éste con la heredera de aquel reino conseguiría la tan ansiada unidad peninsular.
 

Unidad de fe, expulsión de los judíos

La unidad española quedó afirmada sobre dos pilares ingentes: el territorio y el Estado sin mediatizadores. Pero aún faltaban la unidad religiosa y la unidad de raza. Para conseguir una fe sin desviaciones era indispensable la propagación obsesiva del catolicismo. Los musulmanes y judíos hispanizados fueron respetados en sus creencias. Pero algo ocurrió entonces que originó alarma en los soberanos. Por el Mediterráneo pululaba la piratería turca y berberisca. Las costas españolas quedaron casi cerradas a una navegación normal, pues las leguas para la vigilancia eran muchas y los piratas parecían contar con auxiliares poderosos tierra adentro. Tanto por propio convencimiento como para ganarse la confianza de sus súbditos, los Reyes Católicos, haciendo caso omiso del respeto a los judíos determinado en las capitulaciones de Granada, publicaron — 1492 — la orden de expulsión contra los hebreos. Expulsión injustificada y dañosa para España, cuyo motivo último pareció ser el especialísimo caso del Santo Niño de la Guardia, asesinado en una parodia de crucifixión.
 

Descubrimiento de América

Como si Dios quisiera premiar los admirables ideales y trabajos de Isabel y Fernando, en 1492, bajo el empuje de Castilla y León (pues Aragón y Cataluña, haciendo reservas, habían alegado, como escribe Tarsicio de Azcona, «reparos jurídicos», «dudas técnicas», «dificultades prácticas»), se lanzan los marinos de Moguer, capitaneados y dirigidos por Martín y Alonso Pinzón, a la aventura que ha organizado «como en ensueños» Cristóbal Colón, tratando de hallar el camino directo entre el Occidente europeo y el Este asiático, con lo que se acortaría el camino comercial del tráfico de especias, tan apreciadas y bien pagadas. Por su parte, los andaluces de Huelva estaban seguros de que entre Europa y Asia se interponía otra tierra. La historia de Alonso Sánchez de Huelva corría de boca en boca. La confluencia de las dos convicciones —la de Colón, camino del Asia, la de los andaluces occidentales, nuevas tierras que buscar— determinaron el descubrimiento del continente infelizmente «bautizado» como América. En el cual descubrimiento se empleó Castilla, que tanto monta como Isabel, muy a fondo. Pues Castilla era africana, oceánica ante todo, amiga de ampliarse, ensancharse. La conquista de las Canarias ya había marcado, muchos años antes, este destino. Pero hay que guardar un gran respeto para los recelos del agudísimo Fernando, cuya política —más cercana, más «a la vista», de muy antiguo ya comprobada— era plenamente mediterránea. Política flechada hacia Italia, hacia el norte de Africa. Isabel, al final de su vida, pareció comprender, y compartir, esta política fernandina, especialmente la referida al norte africano.
El anuncio de que son tierras descubiertas son riquísimas empujaron a miles y miles de españoles a las fabulosas tierras de América. El mundo cuya puerta había abierto Isabel le va a quedar pronto pequeño a una España que asombrará, que atemorizará al orbe.


La santa inquisición

Antes de estos sucesos en 1478 autorizó el Pontífice Sixto IV a los Reyes Católicos el establecimiento de la Inquisición, para que ésta velara con rigurosidad por el mantenimiento de un catolicismo químicamente puro en todos los territorios nacionales. A esta institución, y a su inquisidor general fray Tomás de Torquemada, debieron los judíos su expulsión. Antes aún, en las Cortes de Madrigal, de 1476, quedó fundada la Santa Hermandad, una institución benemérita dedicada a imponer la tranquilidad en pueblos y caminos, a terminar con el bandolerismo reinante, a romper cuantas anarquías pudieran levantarse; los cuadrilleros — soldados a caballo — de la Santa Hermandad, constituyeron las más eficaces milicias de gobierno interior. Isabel impuso la Santa Hermandad en Castilla y León. Pero Isabel y Fernando no lograron imponerla en los reinos de Aragón y Cataluña sino «provisionalmente»: impuesta en 1488, quedó suprimida en 1510.
 

Conversión obligada de musulmanes

Nuevas empresas de Isabel y Fernando fueron la creación de un ejército permanente; la estabilización del Consejo de Castilla; la imposición de una monarquía absolutamente absoluta; la incorporación a la Corona de las Ordenes Militares; la conversión al catolicismo de cuantos musulmanes quedaban en España, misión en que ayudaron a la reina el famoso cardenal Mendoza y el no menos famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Esta última empresa motivó que, sublevados muchos musulmanes — moriscos — que deseaban conservar su religión, se refugiaran armados en las Alpujarras, defendiéndose hasta encontrar la muerte. La Capitulación que se les otorgó —en mayo del año 1501 — les colocaba ante la disyuntiva de convertirse, siquiera fuera «de dientes afuera», o abandonar España. Tan impolítica medida motivó la salida de España de los más abnegados trabajadores de sus tierras: los moriscos, algunos de cuyos cultivos todavía se conservan, inmejorables.


Peligro en la sucesión 

Los últimos años vividos por la reina Isabel I no fueron ciertamente eslabones de regocijos, sino engarces de hondísimas penas. Su hija primogénita Isabel, casó primero con don Alfonso de Portugal, y muerto éste contrajo nuevo matrimonio — 1497 — con el primo de aquél, don Manuel «el Afortunado»; pero murió del sobreparto de su primer hijo, llamado Miguel. Un año antes habíanse festejado dos bodas: la del príncipe don Juan de Castilla con Margarita de Austria, y la de doña Juana con el archiduque de Austria don Felipe. El 4 de octubre de 1497 murió en Burgos el príncipe don Juan, quedando un solo vástago de su sangre: el príncipe Miguel. Pero este niño murió cuatro años más tarde. Y sólo quedó como heredera de «tan grandes reinos» la princesa doña Juana, que ya había comenzado a enloquecer, pero que siéndolo de amor parecía locura natural, curable a plazo más o menos largo. Fracasaron, pues, los proyectos de Isabel para constituir una gran Casa Familiar Europea. La sucesión se vio en peligro, y hubo de dar a España en manos extranjeras. Se torció el camino de África por el tirón violento que dio el Oeste inédito. España iba a pechar con una tarea superior a sus fuerzas físicas, y productora de una nueva anemia nacional: la falta de sangre joven, derrochada en América, y la falta de oro. La falta de proporción entre el esfuerzo y los medios, la envidia y los ataques en rapiña de otros países poderosos, ponían en peligro inclusive la conservación de lo descubierto a precio de sangre preciosa.
 

Muerte de Isabel

Pero aun cuando la fortuna «ha hecho lo que ha querido, aunque ellos hicieran lo que han podido» —como podría escribir Quevedo—, del glorioso reinado de Fernando y de esa incansable, heroica, tenaz hasta agonizando, Isabel, quedaron en pie por los siglos de los siglos la Unidad nacional, la religión esclarecida y… ¡América! Nadie podrá disputar la mayor fama que concede la admiración del mundo a esta singularísima mujer, que un día de 1504 a duras penas se bajó de su cabalgadura —su famosa yegua blanca— a la puerta de un viejo caserón de Medina del Campo, cayendo desvanecida en brazos de sus damas. El 26 de noviembre de aquel año entregó su alma a Dios, estando sentado a la cabecera de su lecho —ningún testimonio mejor que el cuadro de Rosales— su esposo don Fernando, cuyo rostro tenía ya algo de estatua orante… Poco antes de morir, dictó Isabel su testamento, prodigio de discriminación, de justicia y de fecundo amor. Además de testamento podría decirse de él que es un tratado de bien gobernar. A este testamento añadió un codicilo el 3 de noviembre.


Testamento

Las principales cláusulas del testamento fueron: que deseaba ser enterrada en el Monasterio de San Francisco, de Granada; que deseaba se pagasen cuantas deudas hubiese contraído en vida; que se le aplicasen veinte mil misas en los conventos y parroquias de España y América; que instituía por heredera general de todos sus Reinos, Tierras y Señoríos, y de todos sus bienes raíces, a su muy amada hija doña Juana, Archiduquesa de Austria; prohibición de conceder oficios, tanto civiles como eclesiásticos, a los extranjeros; que las islas Canarias quedarían adscritas al reino de Castilla y León; que en el caso de incapacitación de su hija, quedase por gobernador de los reinos el rey su señor, hasta que el infante don Carlos, su nieto, llegara a la edad de regirlos por sí mismo; que exige a sus sucesores no cesen en la conquista de Africa y «de pugnar por la fe contra los infieles»; que deseaba fueran entregadas al rey don Fernando la mitad de las rentas que llegasen de América; que repartía sus joyas entre sus hijos y varios monasterios, donación a la que añadió esta enternecedora cláusula: «Suplico al Rey, mi Señor, se quiera servir de todas las dichas joyas e cosas o de las que más a su Señoría agraden, porque viéndolas pueda tener más continua memoria del singular amor que a su Señoría siempre tuve; y aun porque siempre se acuerde que ha de morir y que le espero en el otro siglo, y con esta memoria pueda más santa e justamente morir»; que nombraba sus testamentarios a Cisneros, Fonseca, Juan Velázquez, fray Diego de Deza y Juan López de Carraga; que ordenaba se terminase de construir la capilla real de Granada.


Codicilo

Las principales cláusulas del Codicilo son éstas: que se empleasen justamente las rentas de Cruzada, Ordenes y Encomiendas; y… «Suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias e Tierra Firme, ganadas e por ganar, no reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien e justamente tratados».


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La unión dinástica de los Reyes Católicos


El año 1476, parte de la nobleza y de las ciudades de Castilla proclamaron reina a Isabel, hermana del anterior monarca, Enrique IV. Otro sector no menos importante del reino permaneció fiel a la princesa Juana, llamada la Beltraneja, hija del difunto Enrique. Ambas contaban con fuertes apoyos exteriores. A Isabel la sostenía su suegro, el rey Juan II de Aragón (y también de Navarra en aquellos momentos).


El principal valedor de los derechos de Juana era Alfonso V de Portugal, que se desposó con ella en Plasencia y se proclamó rey de Castilla. En la guerra civil entre los dos bandos la suerte de las armas sonrió a Isabel, casada con Fernando, el heredero de la corona aragonesa. Cabe pensar que de aquella contienda sucesoria era inevitable que saliera alguna unión dinástica decisiva entre los reinos peninsulares. De haber triunfado Juana, lo más probable es que las coronas de Castilla y Portugal se hubiesen unido. Al inclinarse la balanza por su tía y rival, se consumó la unión con Aragón. En 1479, en virtud del tratamiento de Alcaçovas, Alfonso y Juana renunciaron a sus derechos a la corona de Castilla e Isabel y Fernando a los suyos sobre la de Portugal. De este modo tan turbulento se inició un reinado que sería decisivo para el futuro de la península.


Suele decirse que con los Reyes Católicos -título con que les honraría años después el papa para equilibrar el de Rey Cristianísimo concedido al rey de Francia- empezó la unidad española. Lo cierto es que se trató de una mera unión de las distintas coronas de Aragón y Castilla en la persona de sus titulares, expuesta a disolverse por cualquier vicisitud dinástica. Es lo que pudo ocurrir a consecuencia del segundo matrimonio que contrajo Fernando, una vez viudo, con Germana de Foix.


En virtud de la concordia de Segovia, Isabel y Fernando reinaban conjuntamente en Castilla, pero en Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca era sólo Fernando quien ostentaba el poder real. Cada uno de esos reinos conservaba sus leyes e instituciones propias y a todos los efectos los naturales de uno de ellos eran considerados extranjeros en el otro. Esto en el plano estrictamente jurídico, porque en la realidad era inevitable que la existencia de un monarca común tuviese una repercusión en sus trayectorias, separadas pero paralelas.



E
l sometimiento de la nobleza

Uno de los asuntos de estado en que más energía emplearon los Reyes Católicos fue en reafirmar la autoridad real frente a la altiva nobleza. En muchos casos la fórmula fue bastante expeditiva.

Uno de los instrumentos de que se sirvieron en esta lucha fue la Santa Hermandad, institución de raíz mucho más antigua, pero a la que infundieron nueva vida y centralizaron, especie de milicia concejil permanente que, a la larga, acabaría consagrada casi exclusivamente a la lucha contra el bandolerismo.



La pacificación de los reinos

Poco a poco, los Reyes Católicos consiguieron pacificar sus reinos respectivos.

La sentencia arbitral de Guadalupe (1486) puso fin a las Guerras Remensas en Cataluña y dio al principado el sosiego de que carecía desde hacía decenios. Por otra parte, el reforzamiento de la autoridad real tuvo su contrapartida en las autonomías municipales y locales.

Se acentuó la intervención de los reyes en el gobierno de las ciudades mediante el nombramiento de corregidores. En la Generalidad catalana el rey empezó a nombrar directamente a los diputados. Y para evitar que las Cortes aragonesas manifestasen con demasiada vehemencia su desacuerdo ante sus medidas autoritarias, el rey apenas las convocó en el curso de su reinado. Algo parecido ocurrió en Castilla, donde siempre que se reunieron fue con el propósito de refrendar el reforzamiento de la autoridad real.



Formación de la "Unidad  Española"

Corno la anarquía había durado demasiado tiempo en España, era lógico que se produjera una reacción favorable al poder real, reacción que, a fines del siglo XV, fortificó la unión de las coronas de Aragón y de Castilla.

Esa unión se debió a un casamiento. En 1469; Fernando, heredero del reino de Aragón, contrajo matrimonio con Isabel, heredera del reino de Castilla. Diez años más tarde (1477), cada uno de ellos estaba en posesión de su corona.

La destrucción del último estado musulmán, el reino de Granada, fue la consecuencia casi inmediata de la unión — que debía ser indisoluble — de los dos principales reinos cristianos. Durante más de doscientos años, las discordias de España hablan paralizado la reconquista. Los moros, establecidos en los valles de las Alpujarras, en la falda meridional de Sierra Nevada, habían reconstituido un estado poderoso y próspero. El esplendor de Granada, la capital, igualaba al de la antigua Córdoba. Ahora bien, como los reyes de Granada poseían rentas considerables y subvenían con sus propios recursos a los gastos requeridos por un ejército de siete mil soldados de caballería, la lucha suprema fue larga (1481-1492) y encarnizada.

Por último, en 1491, los dos reyes (la energía varonil de Isabel mereció que llamaran a la soberana rey y no reina) rechazaron a los moros y pusieron sitio a Granada. Y como un incendio destruyera su campamento, empezaron por reemplazarlo edificando una ciudad, que se llamó y llama Santa Fe, a fin de que se tuviera por entendido que su firme voluntad era no retirarse de Granada sin haberla tomado. Después de nueve meses de sitio, la plaza, sitiada por hambre, capituló. La conquista de España por los cristianos estaba terminada. Fernando e Isabel recibieron el titulo de Reyes Católicos.



Los Reyes Católicos y su proyección europea


Más dinero y energías que a los proyectos del gran navegante dedicaron los Reyes Católicos a su política italiana; era una consecuencia casi inevitable del interés tradicional de Cataluña por los asuntos mediterráneos, justificado además por sus posesiones de Cerdeña y Sicilia.


La expedición del rey francés Carlos VIII contra Napóles, a cuya corona aspiraba, fue la chispa que encendió el polvorín de las prolongadas guerras de Italia. Durante más de medio siglo la lucha por la hegemonía en la península itálica será motivo constante de enfrentamiento entre las monarquías española y francesa. Los primeros lances de esta prolongada partida fueron ganados por la habilidad política de Fernando el Católico y la pericia militar de Gonzalo de Córdoba. Tras muy variadas vicisitudes, entre las que menudearon las alianzas rotas, recompuestas e invertidas, Fernando consiguió la corona de Napóles, que seguiría en manos españolas hasta el tratado de Utrecht en 1713.


La política expansiva de los Reyes Católicos en Italia se conjugó con una red de enlaces matrimoniales que los convirtió en aliados de las principales monarquías europeas. El heredero de la corona, Juan, fue casado con una princesa austriaca y su hermana Juana, con el archiduque Felipe el Hermoso. La muerte del primero en plena juventud dejó como reyes de Castilla a Juana y a Felipe cuando, en 1504, murió Isabel la Católica. No tardaron en surgir las desavenencias entre Felipe el Hermoso y su suegro Fernando el Católico, que pretendía ejercer la regencia en nombre de su hija, incapacitada para reinar por su locura. Felipe, secundado por gran parte de la nobleza castellana, consiguió que Fernando se retirarse a sus reinos. Fue entonces cuando éste contrajo su segundo matrimonio con la francesa Germana de Foix. La situación se resolvió con el prematuro fallecimiento de Felipe el Hermoso, punto de partida de una segunda regencia de Fernando el Católico en Castilla. Durante ella (1512), tuvo lugar la anexión del reino de Navarra.


Al morir Fernando el Católico en 1516, ese mosaico de reinos desavenidos y desgarrados por las luchas intestinas que era la península cuarenta años antes había quedado reducido a dos grandes potencias: Portugal, engrandecido por sus empresas marítimas, sus posesiones africanas y su comerció con ultramar, y lo que empezó a llamarse España, nombre aplicado desde la antigüedad a toda la península Ibérica y que ahora pasaría a denominar el conjunto constituido por los distintos reinos gobernados por un solo monarca, el heredero dinástico de los Reyes Católicos.





El trágico destino de los hijos de los Reyes Católicos


Los Reyes Católicos tuvieron cinco hijos, Cinco infantes de España que, por una u otyra razón o triquiñuela del destino, gozaron de la peor posible de las suertes. Víctimas de traiciones, deshonras y muertes prematuras, ‘El trágico destino de los hijos de los Reyes Católicos’ ; Isabel, Juan, Juana, María y Catalina, fueron un cúmulo de desdichas que impregnaron su futuro.

Fueron los primeros reyes en ser coronados como soberanos de España tal y como hoy la conocemos. Los reyes Católicos, Isabel y Fernando, parecían tenerlo todo a su favor, el destino les sonreía. Sin embargo, no sucedió lo mismo con los hijos de los monarcas. Uno a uno fueron víctimas de enfermedades, deshonras, traiciones… los distintos avatares que tuvieron que soportar los herederos de unos de los monarcas más famosos de nuestro país.

La vida de unos infantes que fueron víctimas de los caprichos del azar. Ser hijo de reyes no siempre implica fortuna. Matrimonios no deseados, la condena a vivir en un país extranjero y sufrir en primera persona la soledad o el desencanto, incluso la humillación, la fatalidad que impera sobre los llamados a ocupar el trono que muchas veces mueren de forma prematura víctimas de los complots para hacerse con el poder… Y los hijos de los Reyes Católicos no se libraron de casi ninguna de las desgracias posibles.

La primera hija de los reyes, Isabel se caso por un matrimonio acordado con el rey de Portugal para garantizar la unión de ambos reinos y murió en el parto de su primer hijo. El segundo hijo de los reyes, Juan, llamado a ocupar el título de rey murió de tuberculosis al poco tiempo de haberse casado con Margarita de Austria y estando ésta embarazada de un niño que nació muerto.

Tampoco tuvo mejor suerte Juana, la tercera hija de los reyes, que quedó inmersa en la locura de una pasión no correspondida por su marido Felipe el Hermoso, que ha sido el argumento de numerosos libros y películas, y murió recluida en el monasterio de Tordesillas.

Por su parte, la princesa María, se casó con el futuro rey de Portugal, su cuñado, a la muerte de su hermana para procurar la continuidad de la estirpe lusitana. Y finalmente, la quinta hija de los reyes, doña Catalina tampoco tuvo un feliz destino. Acató la voluntad paterna y fue condenada a compartir lecho con Enrique VIII, un hombre autoritario que la aborrecía y que la acabó abandonando después de cuatro partos de niños que nacieron muertos y de tener una hija con ella, la futura Maria I de Inglaterra.

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La triste vida de Juana la Loca.

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El orígen de la Iglesia Anglicana

Una historia increíble que acabó con la Iglesia Católica en Inglaterra



Catalina de Aragón.


El corazón negro de Catalina de Aragón: la misteriosa dolencia que mató a la Reina española de Inglaterra.


Catalina de Aragón murió a principios de 1536 en la prisión dorada a la que le condenó su marido Enrique VIII. Al embalsamarla su médico se encontró todos los órganos sanos excepto el corazón, que estaba ennegrecido y presentaba un aspecto horrendo, con la adherencia de un tumor negro. Ni siquiera hoy se puede saber si la Reina española de Inglaterra fue víctima de un envenenamiento o de algún tipo de cáncer muy agresivo. Lo único claro como el agua es que su marido deseaba como nadie que desapareciera del mapa. Los dedos acusatorios también apuntaban a Ana Bolena, la nueva esposa del Rey, que llegó a afirmar: «Yo soy su muerte y ella es la mía». Y sí, Bolena sobreviviría muy poco a la muerte de Catalina.


De princesa viuda a Reina amada

Nacida en el Palacio arzobispal de Alcalá de Henares, el 15 de diciembre de 1485, donde también lo hizo Fernando de Habsburgo, otro ilustre madrileño con proyección en el extranjero, Catalina de Aragón fue la última de las hijas de los Reyes Católicos y posiblemente la que más se parecía a su madre Isabel «la Católica». La joven, de ojos azules, cara redonda y tez pálida, fue prometida en matrimonio a los cuatro años con el Príncipe de Gales Arturo, primogénito de Enrique VII de Inglaterra, por el Tratado de Medina del Campo. La decisión de los Reyes Católicos obedecía a una estrategia matrimonial para forjar una red de alianzas contra el Reino de Francia. Así, dos de los hijos de los Monarcas contrajeron matrimonio con los hijos de Maximiliano, Emperador del Sacro Imperio Romano; dos hijas entroncaron con la familia real portuguesa, y la más pequeña con el heredero a la Corona inglesa.

La adolescente Catalina causó una grata impresión a su llegada a Inglaterra. El 14 de noviembre de 1501, Catalina se desposó con Arturo en la catedral de San Pablo de Londres, pero el matrimonio duró tan solo un año. Los dos miembros de la pareja enfermaron de forma grave –posiblemente de sudor inglés (una extraña enfermedad local cuyo síntoma principal era una sudoración severa)– causando la muerte del Príncipe. En los siguientes años, la situación de la joven fue muy precaria, puesto que no tenía quien sustentara su pequeño séquito y su papel en Inglaterra quedó reducido al de viuda y diplomática al servicio de la Monarquía hispánica.

Con la intención de mantener la alianza con España, y dado que todavía se adeudaba parte de la dote del anterior matrimonio, Enrique VII tomó la decisión de casar a la madrileña con su otro hijo, Enrique VIII. El Príncipe quedó prendido al instante de la belleza de la hija de los Reyes Católicos, que, además, «poseía unas cualidades intelectuales con las que pocas reinas podrían rivalizar», en palabras de los cronistas. Erasmo de Rotterdam y Luis Vives no escatimaron en elogios hacia la hija de los Reyes Católicos y su «milagro de educación femenina». No obstante, el matrimonio con el hermano de Arturo dependía de la concesión de una dispensa papal porque el derecho canónico prohibía que un hombre se casara con la viuda de su hermano.

Se argumentó que el matrimonio anterior no era válido al no haber sido consumado. Catalina siempre defendió su virtud y la incapacidad sexual del enfermizo Arturo durante el breve tiempo que estuvieron casados.


La «mala perra» que cambió la Historia

A la muerte de Enrique VII en 1509, su hijo Enrique VIII fue coronado Rey y dos meses después se casó con Catalina en una ceremonia privada en la Iglesia de Greenwich. Pese a la buena sintonía inicial, la sucesión de embarazos fallidos, seis bebés de los que solo la futura María I alcanzó la mayoría de edad, enturbió la convivencia entre el Rey y la Reina. Algunos estudios modernos han especulado con la posibilidad de que Enrique le contagiara la sífilis a su esposa. Esto habría derivado en sus fallidos embarazos y encendido, a su vez, la impaciencia del Rey, que en materia política encontró en ella a la mejor socia.

Catalina supo estar a la altura en los asuntos de Estado. En 1513, su marino la nombró regente del reino en lo que él viajaba a luchar junto a España y el Sacro Imperio contra Francia. La Reina tuvo que lidiar con una incursión escocesa en Inglaterra, que desembocó en la batalla de Flodden Field. Se dice, entre el mito y la realidad, que Catalina acudió embarazada y equipada con armadura a dar una arenga a las tropas antes de la contienda.

Lejos de agradecerle sus servicios, Enrique volvió a casa hecho un basilisco y maldiciendo a Fernando «El Católico» por retirarse de la guerra. El Rey, sensible e inteligente para otras cosas, exhibía un carácter impulsivo y colérico que fue empeorando con los años. Por esas fechas se planteó por primera vez el divorcio de Catalina.

La falta de un hijo varón y la aparición de esta mujer extremadamente ambiciosa empujaron al Rey a iniciar un proceso que cambió la historia de Inglaterra.
Tampoco ayudó el ánimo mujeriego del Monarca. A partir de 1517, Enrique comenzó un romance con Elizabeth Blount, una de las damas de la Reina. Al bastardo resultante de esta aventura, Enrique Fitzray, le reconoció como hijo suyo y le colmó con varios títulos. Ante tal humillación, Catalina reaccionó sin levantar la voz y con la dignidad regia que tan querida le hizo en Inglaterra, incluso por encima del Rey. Su personalidad le había granjeado las simpatías de los grandes nobles, clérigos e intelectuales del reino. Pero aquello no le bastó para sobrellevar los desprecios de su marido. Entre las muchas relaciones extramatrimoniales de Enrique, una de ellas marcó un punto de inflexión: la que mantuvo con Ana Bolena, una seductora y ambiciosa dama de la Corte que provocó un cisma, literalmente.

La falta de un hijo varón y la aparición de esta mujer extremadamente ambiciosa empujaron al Rey a iniciar un proceso que cambió la historia de Inglaterra. Enrique VIII propuso al Papa una anulación matrimonial basándose en que se había casado con la mujer de su hermano. El Papa Clemente VII, a sabiendas de que aquella no era una razón posible desde el momento en que una dispensa anterior había certificado que el matrimonio con Arturo no era válido (no se había consumado), sugirió a través de su enviado el cardenal Campeggio que la madrileña podría retirarse simplemente a un convento, dejando vía libre a un nuevo matrimonio del Rey. Sin embargo, el obstinado carácter de la Reina, que se negaba a que su hija María fuera declarada bastarda, impidió encontrar una solución que agradara a ambas partes.

El pueblo inglés adoraba a su Reina y parte de la nobleza estaba a su favor, pero fue la intervención del todopoderoso sobrino de Catalina, Carlos I de España, la que complicó realmente la disputa. Pese a las amenazas de Enrique VIII hacia Roma, Clemente VII temía todavía más las de Carlos I, quien había saqueado la ciudad en 1527, y prohibió que Enrique se volviera a casar antes de haberse tomado una decisión. Anticipado el desenlace, Enrique VIII tomó una resolución radical: rompió con la Iglesia Católica y se hizo proclamar «jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra».Este fue el inicio de la "Iglesia Anglicana".

En 1533, el Arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, declaró nulo el matrimonio del Rey con Catalina y el soberano se casó con Ana Bolena, a la que el pueblo denominaba «la mala perra».

Enrique privó a Catalina del d erecho a cualquier título salvo al de «Princesa Viuda de Gales», en reconocimiento de su estatus como la viuda de su hermano Arturo, y la desterró al castillo del More en el invierno de 1531. Años después, fue trasladada al castillo de Kimbolton, donde se le prohibió comunicarse de forma escrita y sus movimientos quedaron todavía más limitados. Acosada por dolores y náuseas en los últimos meses de su vida, vivió alejada de su hija y angustiada porque no tenía ni cómo pagar a sus criados de confianza. Con gran dolor fue vendiendo todas sus joyas, incluso las que le regalaron sus padres.

La tristeza le carcomía por dentró, así como una dolencia para la que los estudios modernos no han dado una respuesta. «En nuestra última conversación», recordaría el embajador imperial en Inglaterra Chapuys, «la vi sonreír dos o tres veces y cuando la dejé deseaba que la divirtiera una de mis gentes [un bufón]»


«La vieja bruja ha muerto»

El 7 de enero de 1536, antes de morir a causa probablemente de algún tipo de cáncer, Catalina de Aragón escribió una carta a su sobrino Carlos I pidiéndole que protegiera a su hija, la cual fue esposada posteriormente con Felipe II, y otra dirigida a su terrible esposo:

«Ahora que se aproxima la hora de mi muerte, el tierno amor que os debo me obliga, hallándome en tal estado, a encomendarme a vos y a recordaros con unas pocas palabras la salud y la salvación de vuestra alma...».

Después de perdonarlo, terminaba con unas palabras conmovedoras hacia Enrique: «Finalmente, hago este juramento: que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós».

El color negro de su corazón, indicio de que sufrió algún tipo de cáncer, propagó por Inglaterra el rumor de que había sido envenenada por orden del Rey. Durante mucho tiempo, la Reina había tenido la precaución de comer solamente alimentos preparados en su propia habitación, lo que demuestra que temía que el Monarca quisiera sacarle de la ecuación a la fuerza. Y desde luego Enrique no trató de disimular su alegría. Cuando supo de la muerte de su esposa, se vistió de amarillo de arriba a abajo, con una pluma blanca en el gorro, dio un baile en Greenwich y mostró a su hija Isabel (hija de Bolena) diciendo: «Sea alabado Dios, ahora que la vieja bruja ha muerto ya no hay temor de que haya guerra».

Catalina de Aragón fue enterrada en la abadía de Peterborough con un ceremonial propio de una princesa viuda y no de una Reina consorte de Inglaterra. Aparte de que no se permitió a la Princesa María participar en el cortejo fúnebre, cuyos caminos abarrotó el pueblo inglés. Como explica Garret Mattingly en «Catalina de Aragón» (Palabra), en su capilla fúnebre ardieron mil cirios y se rezaron en la catedral más de 300. Asistiendo a los funerales que se sucedieron en las poblaciones cercanas alrededor de 800 personas.

No en vano, el catafalco fúnebre y paño negro que cubrían el lugar fueron destruidos en 1643 por los soldados de Oliver Cromwell. Hoy, en la tumba nunca faltan flores frescas y el Ayuntamiento de la localidad organiza anualmente un acto de conmemorativo en honor a la Reina. Catalina quedó en la memoria colectiva inglesa como una defensora de los católicos, que iban a vivir a partir del reinado de Isabel I una auténtica travesía a través del desierto.

No se permitió a la Princesa María participar en el cortejo fúnebre, cuyos caminos abarrotó el pueblo inglés.
Coincidiendo con la muerte de Catalina, Ana Bolena sufrió un aborto de un hijo varón. La joven, que ya había dado a luz a la futura Reina Isabel I, solo sobrevivió cuatro meses a su antecesora Catalina. Fue decapitada en la Torre de Londres el 19 de mayo 1536 acusada falsamente de emplear la brujería para seducir a su esposo, de tener relaciones adúlteras con cinco hombres, de incesto con su hermano, de injuriar al Rey y de conspirar para asesinarlo.

Posteriormente, Enrique VIII contrajo otros cuatro matrimonios más: repudió a su cuarta esposa y también decapitó a la quinta. La tercera esposa, Jane Seymour, dio a luz a su único hijo varón, el Príncipe Eduardo. Así y todo, la prematura muerte de Eduardo VI de Inglaterra, a los 15 años de edad, por una tuberculosis, forzó que la Corona pasara sucesivamente a las otras hijas del Rey: María, hija de Catalina de Aragón, e Isabel, hija de Ana Bolena. La figura de la española quedó parcialmente rehabilitada con el ascenso al trono de la hija por la que tanto había luchado.



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Para conocer más:
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Una gran Reina, poco conocida...

CATALINA DE ARAGÓn: La mujer que cambió la historia de Inglaterra


La hija de los Reyes Católicos soportó con admirable estoicismo la presión de un rey terrible y de toda su corte y con voluntad férrea y tremenda dignidad, fue capaz de cambiar la historia de Inglaterra para siempre. 

Catalina de Aragón fue la quinta hija de los Reyes Católicos y como sus hermanos, fue educada desde pequeña para ser reina. Claro que no reina de España, sino de cualquier otro país con el que España mantuviese una relación diplomática fructífera. Un rudimentario tablero geopolítico comenzaba a moverse en Europa en los albores del siglo XVI y los Reyes Católicos sabrían posicionarse en él mejor que ninguno.

Por aquel entonces, Francia era el enemigo irreconciliable de España, de forma que todas las alianzas matrimoniales urdidas por Fernando el Católico tenían como fin aislar a su rival. Así, la infanta Isabel casó con el primogénito de los reyes de Portugal, el infante Alfonso; el infante Juan lo haría con la hija del emperador alemán, Margarita de Austria; la infanta Juana se prometió con el heredero de los reinos de Flandes, Felipe el Hermoso; y la pequeña Catalina, fue enviada a las Islas Británicas para casar con el joven heredero de una nueva dinastía que pretendía unir las casas de York y de Lancaster, los Tudor. Para Enrique VII, cuya legitimidad para reinar era más bien escasa, emparentar con una familia tan bien considerada como los Trastámara significaba dar carta de naturaleza a su futura estirpe.

El joven y tímido príncipe Arturo no cabía de gozo con su encantadora esposa. Catalina contaba con todos los atributos para encandilar a los ingleses: esmerada educación, gracia y viveza en los gestos, una tez blanquísima y un pelo rojizo que le daba cierto aire británico encendido con la viva mirada de su madre Isabel. A Catalina, los ingleses ya la comparaban con la reina Úrsula, esposa del legendario rey Arturo. No había mayor honor en las islas para una joven princesa.

Tras una boda llena de pompa y boato, los recién casados se marcharon a Gales, donde el invierno se endureció más de lo previsto. Entre las frías paredes del castillo de Ludlow, ambos cogieron fiebres y sólo Catalina las sobrevivió. Con sólo 17 años, Catalina era una princesa viuda y la alianza con Inglaterra urdida por Fernando el Católico se venía al traste. La mitad de la dote de 200.000 coronas ya estaba pagada, pero había que determinar qué pasaba con la otra mitad. Se barajaban varias opciones. Traer de vuelta a la princesa o dejarla en Inglaterra para que casase con el segundo hijo del monarca, el joven Enrique, que aún tenía 12 años. Sin embargo, para un nuevo compromiso, había que fijar una nueva dote y las arcas de los Reyes estaban vacías tras la guerra en Italia. Luego estaba el escabroso asunto de la consumación del matrimonio, que en cualquier caso necesitaba de una dispensa papal para ser anulado.

Y mientras unas y otras cosas se resolvían fueron pasando los meses y después los años, y Catalina fue sumida en el más absoluto ostracismo. Abandonada por el rey, humillada por sus cortesanos, Catalina no sólo debía vencer el drama de su soledad en un reino hostil, sino también su absoluta falta de recursos. La muerte de Isabel la Católica dejó el asunto de la dote en manos de Fernando, que no quería cargar a la Corona de Aragón un dispendio que correspondía a Castilla, por entonces gobernado por su hija Juana.

La relación entre Fernando y Enrique VII se enrareció. Ambos eran afamados tacaños y al asunto de la dote se sumaron sus diferencias políticas. Durante siete largos años, la infanta Catalina vivió penurias indignas de una futura reina pagando las intransigencias de su padre y sobrellevándolas con una sencillez dignísima. Enrique VII la sometió a toda clase de precariedades y humillaciones pero Catalina era una princesa castellana y aunque sus ropas estuvieran roídas su porte era orgulloso como el de una reina y jamás exteriorizó dolor alguno.

El ostracismo de Catalina llegó a su fin de pronto con la muerte de Enrique VII. Contra todo pronóstico, resultó que su hijo Enrique había vivido tan marchitado como ella por el carácter huraño de su padre y tal vez por una inclinación natural entre dos almas gemelas, tal vez porque se lo prometió a su padre en el lecho de muerte, el príncipe escogió a la bella infanta para iniciar juntos un prometedor reinado. Si fue amor secreto o alianza estratégica sólo Enrique lo supo, pero nada hizo pensar que al principio de este matrimonio ambos esposos no estuviesen profundamente enamorados.

Enrique era un joven alegre y piadoso, que colmaba de atenciones a su mujer y disfrutaba de su reino como su padre no había hecho jamás. Además, contaba con la reina para cualquier decisión, ya fuese personal o de Estado. Catalina era mayor que Enrique, había recibido una educación esmerada y durante su ostracismo había desarrollado una ardua labor diplomática con el agónico fin de sobrevivir, lo que la colocaba en un grado de madurez muy por encima de su marido.

Catalina fue la mejor embajadora de Inglaterra, recibiendo a visitantes de todos los confines a los que hablaba en inglés, español, francés, latín o alemán, según conviniese. Poseedora de gran cultura, la reina ejerció también como mecenas renacentista, convirtiendo Inglaterra en una pequeña cuna del humanismo. Catalina cultivó la amistad con Tomás Moro, con Erasmo de Roterdam y también con el valenciano Luis Vives, a quien patrocinó buscándole una colocación en Oxford e inspirando su gran tratado De disciplinis, un gran alegato acerca de la educación femenina. Cuando Enrique partió a la guerra en Francia, Catalina quedó al cuidado del reino, llegando a librar la mayor batalla de su reinado contra Jacobo de Escocia en Flodden. Catalina reclutó a sus mesnadas y las encabezó cabalgando junto a ellas, como hiciera su madre Isabel la Católica, dando muerte al rey Jacobo en el campo de batalla.

A pesar de sus múltiples cualidades, la finalidad última de toda reina no es otra que alumbrar herederos y en esta empresa tuvo poca fortuna doña Catalina. Su primer embarazo terminó en aborto y en el segundo dio a luz un varón que sobrevivió 52 días. Por fin, el 18 de marzo de 1516 nació una niña, María Tudor, la única de sus seis embarazos que llegaría a edad adulta. No era el ansiado varón, pero suponía un soplo de aire fresco para la pareja.

Catalina se ensimismó en la tarea de darle a su rey un hijo varón y entre abortos y embarazos, su cuerpo se fue marchitando y Enrique buscó abrazos más jóvenes y el calor de sucesivas amantes. Al cuidado de su hija, Catalina fue abandonando los festines cortesanos para dedicarse a labores más pías y el joven rey, libre de estorbos, empezó a descuidar la discreción en sus escarceos. Enrique conoció a una joven cortesana llamada Ana Bolena, que en realidad era la hermana menor de su amante de entonces y que tuvo la feliz idea de rechazarle. El rey, que no se había visto jamás en una situación semejante empezó a sentir una obsesión ciega e irracional por la joven.

En realidad Ana no rechazaba a Enrique, pero se negaba a entregarse a él si no era de igual a igual, como esposa y reina de Inglaterra. Ciego de pasión, Enrique confió al cardenal Wolsey la ruptura de su matrimonio, que sólo podía apoyarse en el viejo asunto de la consumación de su primer matrimonio, una cuestión que Catalina negaba de forma tajante. El cardenal Wolsey, intrigante apodado el Limosnero, bregó sin descanso para perjudicar a Catalina. Se apoyaba en un viejo texto del Levítico: “Si un hombre coge a la mujer de su hermano morirán sin descendencia”. Para Wolsey, bien podía ser esa la causa de que no hubiese hijo varón.

Catalina se veía amenazada, pero no sólo en la validez de su matrimonio, sino también en la legitimidad de su hija, que podía convertirse en bastarda de la noche a la mañana. Catalina puso el asunto en manos de su sobrino Carlos I y del Papa Clemente VII, que envió a resolver la disputa al cardenal Lorenzo Campeggio. Para no desairar a Catalina, que a fin de cuentas era tía de Carlos V, el hombre más poderoso de su tiempo, Campeggio le propuso una salida digna: ingresar en un monasterio con su honor intacto. Catalina se negó en redondo. De nada estaba más segura que de su matrimonio con Enrique, a quien se había entregado pura en cuerpo y alma.

Aislada para que nadie pudiese asesorarla y sometida a terribles presiones que buscaban ya no sólo una confesión, sino cualquier otra prueba de sedición que pudiese enviarla al cadalso, Catalina estudió derecho canónico y preparó ella misma una defensa impecable en fondo y forma, que dejaba en manos del Papa la decisión final. Wolsey perdió el cargo por su incompetencia y en su lugar aparecería la definitiva figura de Cromwell, que sería capaz de resolver la disputa por la única vía posible, la ruptura con Roma. 

Lo que la Iglesia no se atrevió a romper, lo hizo el Parlamento inglés, atenazado de miedo ante un tirano caprichoso que había perdido todo rastro de piedad. Catalina fue expulsada de la corte y despojada del título de reina, que fue sustituido por el de ‘princesa viuda’. Catalina, indomable hasta la muerte, rechazó ese trato y siguió comportándose como la reina de Inglaterra aún en el exilio. Chapuy dijo de Catalina que si hubiera nacido varón superaría a todos los héroes de la historia. Ella sola fue capaz de torcer el rumbo de la historia de Inglaterra, que tuvo que adoptar una nueva iglesia, la anglicana. De su victoria final, dan buena cuenta las palabras de Ana Bolena, coronada en 1533 y que sólo tras la muerte de Catalina, tres años después, pudo decir: “¡Ahora por fin soy reina de Inglaterra!”.


Si quiéres saber mas sobre Catalina de Aragón y Enrique VIII, pincha en el siguiente enlace:




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La sucesión de los Reyes Católicos


Regencia de Fernando el Católico (1508 a 1516).

La reina Isabel murió el 26 de noviembre de 1504, con lo que Fernando quedó viudo y sin derechos claros al trono castellano. Firmada la Concordia de Salamanca, en 1505, el gobierno fue conjunto entre su hija Juana, su esposo Felipe y el propio Fernando. Pero ante discordancias entre Felipe con Fernando y por la Concordia de Villafáfila, de 1506, éste último se retiró del poder de Castilla y regresó a Aragón. Así quedó reinando el matrimonio en Castilla. Sin embargo, esta situación no duró mucho, pues Felipe murió en 1506.

Tras la muerte de su marido, se declaró a la reina Juana incapacitada mental y se nombró regente al cardenal Cisneros, que junto a las Cortes pidió a Fernando que regresara para gobernar Castilla. Fernando regresó y ocupó en 1507 su segunda regencia formando dúo con Cisneros y gobernando ambos hasta que Carlos, hijo de Juana, alcanzase la mayoría de edad.

Durante la regencia de Fernando y Cisneros se incorporó Navarra al reino de Castilla y se produjo el nuevo matrimonio de Fernando con Germana de Foix, antes de cumplirse un año de la muerte de su anterior esposa, Isabel.

Fernando el Católico murió en 1516 en Madrigalejo, Cáceres, antes de que Carlos I llegara al trono español. Así quedó como único regente en Castilla, Cisneros, que murió en el trayecto hacia Asturias para dar la bienvenida al nuevo rey, Carlos I de España. Paralelamente, en Aragón quedó como regente el arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, hasta la llegada de Carlos I de España.


Enterramiento.

Los restos de los Reyes Católicos reposan en la Capilla Real de Granada, lugar escogido por ellos mismos y creado mediante Real Cédula de fecha 13 de septiembre de 1504.




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Hechos históricos mas relevantes:
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El Descubrimiento de América


1492 : Ese mismo año coincidió con la capitulación de Granada y la expulsión de los judíos otro acontecimiento de la máxima trascendencia: el descubrimiento de América.


Tras haber errado por varías cortes europeas tratando de conseguir apoyo financiero para su proyecto, el de encontrar una ruta hacia Oriente por Occidente, Cristóbal Colón había ofrecido sus servicios a los reyes de Castilla. De ese modo podrían adelantar a los portugueses en la carrera hacia las Indias sin quebrantar los compromisos que les impedían navegar allende de las islas Canarias. El dictamen de un grupo de expertos fue adverso, pese a lo cual Colón buscó apoyos en los círculos más allegados a la reina que le permitieron llegar a lo que equivocadamente tomó por el extremo oriental de Asia.


Aunque la decepción debió de ser enorme cuando al averiguar que, en lugar de las opulentas islas de las especias, lo que se había descubierto eran unas tierras salvajes, pronto se comprendió la oportunidad de colonizar y explotar económicamente todo un nuevo continente.



Cristóbal Colón

Descubridor de América (Génova?, 1451 - Valladolid, 1506). El origen de este navegante, probablemente italiano, está envuelto en el misterio por obra de él mismo y de su primer biógrafo, su hijo Hernando. Parece ser que Cristóbal Colón empezó como artesano y comerciante modesto y que tomó contacto con el mar a través de la navegación de cabotaje con fines mercantiles.


En 1476 naufragó la flota genovesa en la que viajaba, al ser atacada por corsarios franceses cerca del cabo de San Vicente (Portugal); desde entonces Colón se estableció en Lisboa como agente comercial de la casa Centurione, para la que realizó viajes a Madeira, Guinea, Inglaterra e incluso Islandia (1477).


Luego se dedicó a hacer mapas y a adquirir una formación autodidacta: aprendió las lenguas clásicas que le permitieron leer los tratados geográficos antiguos (tomando conocimiento de la idea de la esfericidad de la Tierra, defendida por Aristóteles); y empezó a tomar contacto con los grandes geógrafos de la época (como el florentino Toscanelli).


De unos y otros le vino a Cristóbal Colón la idea de que la Tierra era esférica y de que la costa oriental de Asia podía alcanzarse fácilmente navegando hacia el oeste (ya que una serie de cálculos erróneos le habían hecho subestimar el perímetro del Globo y suponer, por tanto, que Japón se encontraba a 2.400 millas marinas de Canarias, aproximadamente la situación de las Antillas). Marineros portugueses versados en la navegación atlántica le informaron seguramente de la existencia de islas que permitían hacer escala en la navegación transoceánica; e incluso es posible que, como aseguran teorías menos contrastadas, tuviera noticia de la existencia de tierras por explorar al otro lado del Océano, procedentes de marinos portugueses o nórdicos (o de los papeles de su propio suegro, colonizador de Madeira).


Con todo ello, Colón concibió su proyecto de abrir una ruta naval hacia Asia por el oeste, basado en la acertada hipótesis de que la Tierra era redonda y en el doble error de suponerla más pequeña de lo que es e ignorar la existencia del continente americano, que se interponía en la ruta proyectada. El interés económico del proyecto era indudable en aquella época, ya que el comercio europeo con Extremo Oriente era extremadamente lucrativo, basado en la importación de especias y productos de lujo; dicho comercio se realizaba por tierra a través de Oriente Medio, controlado por los árabes; los portugueses llevaban años intentando abrir una ruta marítima a la India bordeando la costa africana (empresa que culminaría Vasco da Gama en 1498).


Colón ofreció su proyecto al rey Juan II de Portugal, quien lo sometió al examen de un comité de expertos. Aunque terminó acepando la propuesta, el monarca portugués puso como condición que no se zarpase desde las Canarias, pues en caso de que el viaje tuviera éxito, la Corona de Castilla podría reclamar las tierras conquistadas en virtud del Tratado de Alcaçobas. Colón encontró demasiado arriesgado partir de Madeira (sólo confiaba en los cálculos que había trazado desde las Canarias) y probó suerte en España con el duque de Medina Sidonia y con los Reyes Católicos, que rechazaron su propuesta por considerarla inviable y por las desmedidas pretensiones de Colón.


Finalmente, la reina Isabel aprobó el proyecto de Colón por mediación del tesorero del rey, Luis de Santángel, a raíz de la toma de Granada, que ponía fin a la reconquista cristiana de la Península frente al Islam (1492). La reina otorgó las Capitulaciones de Santa Fe, por las que concedía a Colón una serie de privilegios como contrapartida a su arriesgada empresa; y financió una flotilla de tres carabelas -la Pinta, la Niña y la Santa María-, con las que Colón partió de Palos el 3 de agosto de 1492.


Navegó hasta Canarias y luego hacia el oeste, alcanzando la isla de Guanahaní (San Salvador, en las Bahamas) el 12 de octubre; en aquel viaje descubrió también Cuba y La Española (Santo Domingo) e incluso construyó allí un primer establecimiento español con los restos del naufragio de la Santa María (el fuerte Navidad). Persuadido de que había alcanzado las costas asiáticas, regresó a España con las dos naves restantes en 1493.


Colón realizó tres viajes más para continuar la exploración de aquellas tierras: en el segundo (1493-96) tocó Cuba, Jamaica y Puerto Rico y fundó la ciudad de La Isabela; pero hubo de regresar a España para hacer frente a las acusaciones surgidas del descontento por su forma de gobernar La Española. En el tercer viaje (1498-1500) descubrió Trinidad y tocó tierra firme en la desembocadura del Orinoco; pero la sublevación de los colonos de La Española forzó su destitución como gobernador y su envío prisionero a España.


Tras ser juzgado y rehabilitado, se le renovaron todos los privilegios -excepto el poder virreinal- y emprendió un cuarto viaje (1502) con prohibición de acercarse a La Española; recorrió la costa centroamericana de Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Regresó a España aquel mismo año y pasó el resto de su vida intentando conseguir mercedes reales para sí mismo y para sus descendientes, pues el rey Fernando intentaba recortar los privilegios concedidos ante las 
proporciones que iba tomando el descubrimiento y la inconveniencia de dejar a un advenedizo como único señor de las Indias.


Colón había descubierto América fortuitamente como consecuencia de su intuición y fuerza de voluntad. Aunque fracasó en su idea original de abrir una nueva ruta comercial entre Europa y Asia, abrió algo más importante: un «Nuevo Mundo» que, en los años siguientes, sería explorado por navegantes, misioneros y soldados de España y Portugal, incorporando un vasto imperio a la civilización occidental y modificando profundamente las condiciones políticas y económicas del Viejo Continente. Aunque los vikingos habían llegado a América del Norte unos quinientos años antes (expedición de Leif Ericson), no habían dejado establecimientos permanentes ni habían hecho circular la noticia del descubrimiento, quedando éste, por tanto, sin consecuencias hasta tiempos de Colón.




La Conquista de Granada


Tras diez años de guerra, en 1491 los Reyes Católicos pusieron sitio a la capital del reino nazarí de Granada. El sultán Boabdil no tuvo más remedio que capitular y entregar la ciudad el 2 de enero de 1492.

Tras casi diez años de guerra, en 1491 los Reyes Católicos pusieron sitio a la capital del reino nazarí

de Granada. Su caída era cuestión de tiempo, y Boabdil, el sultán granadino, sólo tenía una opción: rendirse.

La caída del último enclave musulmán de Europa occidental parecía compensar la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos, que había tenido lugar en 1453, o su más reciente ocupación de Otranto, en el año 1480. El mismo papa Inocencio VIII acudió a la iglesia de Santiago de los Españoles y ofició una misa en celebración de la victoria. Festejada en toda Europa, la conquista de Granada había puesto fin a diez años de guerra entre la Corona de Castilla y el emirato gobernado por la dinastía nazarí. Entre el 27 de diciembre de 1481, fecha en que los nazaríes ocuparon Zahara, y el 2 de enero de 1492, día de la ocupación de Granada, ambas potencias libraron una contienda de carácter muy distinto a las que hasta entonces habían protagonizado. En efecto, Isabel I de Castilla, al contrario de los que había sucedido en tiempos de su padre Juan II y su hermano Enrique IV, no sólo tenía en mente obtener varias victorias en el campo de batalla, sino que pretendía algo mucho más ambicioso: acabar de una vez por todas con el poder islámico en la Península. La cruenta conquista de Málaga (en agosto de 1487) privó al territorio sureño de su principal puerto y acabó para siempre con el espejismo de una posible ayuda militar de los reinos musulmanes del Magreb. La toma de Baza, en el otro extremo del reino, marcó asimismo un punto de inflexión. Quedaba claro que no se trataba de una guerra tradicional, basada en campañas veraniegas: aquella era una guerra total. Sólo continuaban resistiendo Granada y algunas escasas comarcas circundantes, y fue en esta zona en la que se concentraron Fernando e Isabel. Ambos esposos, los Reyes Católicos, habían establecido pactos secretos con el rey granadino Boabdil por los que éste se comprometía a rendir la capital tan pronto como las circunstancias lo permitiesen.

Sin embargo, llegado el momento, Boabdil no pudo, o no quiso, cumplir con su parte del trato. La existencia en Granada de un sector intransigente, cerrado a toda negociación, le impedía revelar el acuerdo y le obligaba a mantener la guerra hasta el final, esperando, quizás, una intervención exterior que nunca habría de llegar, pues los imperios islámicos más fuertes estaba demasiado alejados geográficamente e interesados en sus propios asuntos. La presión de las fuerzas combinadas de Castilla y Aragón se dirigió frontalmente sobre la capital a fin de acabar con la resistencia mediante un solo golpe. En el mes de julio, en pleno bloqueo de Granada, un incendio arrasó el campamento de los reyes; según algunas fuentes, la propia Isabel estuvo a punto de morir carbonizada en su tienda, donde al parecer se inició el fuego. Isabel, en vez de ordenar su desalojo, mandó levantar una nueva población, que tomó el llamativo nombre de Santa Fe. Desde esta estratégica posición las tropas castellanas podían realizar continuas razias sobre los desprevenidos pobladores de la Vega, que rápidamente fueron abandonando sus casas para protegerse tras las fortificaciones granadinas. Así, no sólo se privaba a los nazaríes de provisiones, sino que los sitiadores se aseguraban de que, al aumentar sin tregua la población refugiada tras las murallas de Granada, el hambre se apoderaría rápidamente de la ciudad. Los musulmanes, perdidas todas las esperanzas, se veían abocados a un durísimo asedio, que podía concluir como el de Málaga, con la muerte y la esclavitud de buena parte de la población. El final llegó por el hambre, por la presión militar y, por supuesto, por el soborno a varios notables cortesanos nazaríes, a los que se prometió conservar sus propiedades y su posición social y concederles determinadas mercedes. El 25 de noviembre de 1491 se formalizaban las condiciones de rendición o capitulaciones en el campamento real de la Vega, cerca de Santa Fe.

El 2 de enero de 1492 las tropas cristianas entraron en la ciudad, precedidas por varios destacamentos que tomaron las principales fortalezas y torres del recinto amurallado.


¿Qué supuso para la historia de España esta rendición?

Las Capitulaciones y la toma de Granada supusieron acabar con el único reino musulmán en Europa Occidental y el nacimiento de una nación joven y poderosa que pronto dejará una enorme huella en la historia del mundo. Para España, es un momento histórico irrepetible, que le permite alcanzar la unión religiosa y política, tan solo a falta de la posterior anexión de Navarra.

Esta España unida y forjada a lo largo de muchos siglos de contienda va a permitir una eclosión social y militar imparable que hará posible la rápida expansión por América, el Pacífico y Europa, en una gesta sin parangón, que no hubiera podido producirse sin la unión de los reinos hispanos. Es esa unión la que hizo la fuerza de España, como la desunión que causó la ruina de los musulmanes granadinos.




Artillería cristiana en la Conquista de Granada.


La Guerra de Granada poco tiene que ver con las batallas a campo abierto medievales, nace la guerra moderna. El ejército cristiano recoge la tradición anterior castellana, superándola al contar con nuevas armas y elementos inexistentes en tiempos pasados y concibiendo nuevas fórmulas militares de estrategia.

Bajo el reinado de los Reyes Católicos se esboza el primer ejército permanente en el Estado español, un primer diseño organizativo de tropas y contingentes militares reunidos durante la Guerra de Sucesión del trono castellano y particularmente en la conquista del Reino nazarí de Granada, sentando las bases de un nuevo período armamentístico que alcanzaría su máxima expresión con la artillería imperial del siglo XVI.

Entre dichos contingentes, tanto Castilla como Aragón contaban con una artillería independiente que se fusionaron con el matrimonio de ambas Coronas. Los orígenes de dicha artillería medieval está asociada al uso de la pólvora y su aplicación en las armas de fuego que tendrán su máxima expresión y desarrollo en el Renacimiento.

La artillería castellana o trastámara heredada por Isabel I de Castilla pertenecía anteriormente a Juan II y a Enrique IV, aunque aún no puede hablarse propiamete de la existencia de una artillería real, aunque contaba con contingentes artilleros, con trenes de artillería formados por las bocas de fuego, y ganado para el arrastre como sucedía con la artillería fernandina o aragonesa. Sin embargo esta última destacaba por las excelentes piezas, de superior calidad de materiales, organización y experiencia adquirida en las campañas expansionistas del reino de Aragón, contando ya en 1410 con ribadoquines y cerbatanas en 1410.

La artillería era más utilizada en el asedio que en la campaña en una primera etapa, siendo su presencia un signo de poder y de disuasión. Su papel en la Guerra de Granada, situando la artillería al final de las operaciones militares cerca de los parapetos: entre 1483 y 1489, se contabilizaron quince asedios con artillería.

Ambos monarcas se rodearon de leales administradores para su gobierno, así como con hombres con experiencia bélica, como Francisco Ramírez de Madrid que se fue distinguido como secretario real en 1476; en el conflicto dinástico, con la organización del apoyo logístico en la frontera con Portugal, fue recompensado con el nombramiento general de la artillería, participando como capitán general de artillería desde 1482, recibiendo el sobrenombre de "el artillero", en la conquista de Granada. Su base estaba en Écija, almacenando la artillería en una casa de su propiedad.

El mes de abril de 1482 puede considerarse la fecha en que da comienzo el desarrollo del Arma de Artillería en España, refrendando Ramírez de Madrid la contratación de 65 hombres con diferentes oficios y especialidades: lombarderos, tiradores de ribadoquín, artilleros, salitreros, polvoristas, picapedreros, herreros, carreteros y carpinteros.

En el sitio de Málaga, Ramírez de Madrid, protagonizó una acción decisiva al tomar el puente de Santo Domingo, permitiendo el acercamiento a las murallas de las baterías de calibras ligeros para batirlas. 

Otra famosa acción de "el artillero" ocurrió al defender el castillo de Salobreña durante quince días mientras que Boabdil le sitiaba. Le salvó la llegada del rey Fernando quien, en reconocimiento, le nombró alcaide de Salobreña en 1490.

Francisco Ramírez Madrid enviudó en 1484, y por deseo de la Reina, volvió a casarse con Beatriz Galindo "La Latina" en 1491, y por sus intervenciones en la Guerra de Granada incrementó su patrimonio y fundaron varios recintos como el desaparecido hospital de la Latina en la plaza de la Cebada en Madrid y los monasterios de la Concepción Franciscana y Jerónima.

Los Reyes Católicos contarían con expertos artilleros que aparecen en la documentación como "bombarderos" y que siempre acompañaban a los contingentes militares. Para el autoabastecimiento de armas de fuego se creó la Fundición de Artillería de Medina del Campo, a la que siguieron otras como en Baza, Burgos o Málaga, trasladando a Castilla y Aragón fundidores alemanes y franceses para lograr bocas de fuego de menor calibre y más ligeras y de una sóla pieza.

Durante la Guerra de Granada, el objetivo artillero estaba en obtener piezas más resistentes, pasando de la antigua forja a la fundición, y a alear cobre y estaño en proporciones variables o "fuslera". Las duelas eran batidas en la fragua y después unidas con una capa de anchos aros del mismo material.

La munición se cargaba por la boca, contando con una recamara para acoger la pólvora, mientras que a la altura de la boca descansaba un cepo formado por dos barrotes verticales con travesaño horizontal, que servía para graduar la puntería, subiéndolo y bajándolo. 

En resúmen, la artillería supuso un gran cambio en la forma de hacer la guerra, con especial relevancia en los conflictos de Fernando e Isabel para acceder a la Corona de Castilla y la conquista de Granada para la unificación territorial ya en los comienzos de la Edad Moderna.




La Inquisición: su orígen e historia


A finales del siglo XII, la iglesia desarrolla un procedimiento inquisitorial con el decreto del papa Luciano tercero: “Ad Aboléman”, en el 1184 después de Cristo, como consecuencia de la rápida difusión de herejías en Europa Occidental como el maniqueísmo, el valdeísmo y más tarde el catarismo, obligando a la Iglesia cristiana a crear un estratégia defensiva. 

En 1184 se empieza a aplicar la pena de fuego para los herejes; y a continuación en 1199 se añaden otras penas como la confiscación de bienes y la autorización del empleo de la tortura en procesos contra la ortodóxia romana , para incorporar posteriormente determinadas disposiciones sobre el secreto en las actuaciones, como la ocultación de testigos y la eficacia procesal.

Por el año 1230, el procedimiento inquisitorial se transforma en una nueva institución que se crea en Francia para reprimir el catarísmo o herejía albigense. Esta institución estuvo controlada inicialmente por el papa Gregorio noveno. El primer inquisidor conocido es Roberto de Brougre, francés y dominico que había sido antiguo cátaro. Concretamente donde más éxito tendría la Inquisición sería en el Sur de Francia, aunque no con pocas resistencias, como lo demuestra el asesinato en 1242 del dominico Guillermo Arnaud, inquisidor de Toulouse. 

El apogeo de la inquisición medieval tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII y las últimas ejecuciones fueron llevadas a cabo entre 1319 y 1321. Es de interés destacar la actuación a comienzos del siglo XIV en los montes pirenáicos y en concreto, en Montaillou, de Jacques Fourniér, obispo de Pamiérs, a quien poco mas tarde conoceremos presidiendo la curia papal con el nombre de Benedicto XII.

La penetración de la herejía cátara en Italia, supuso también la introducción inquisitorial en Lombardía – aquí el inquisidor Pedro de Verena fué asesinado y canonizado con el nombre de San Pedro Mártir – y en Viterbo, donde en 1273 llegaron a ejecutarse más de 200 herejes en un día. – 

En el peor periodo de la inquisición en los reinos peninsulares ibéricos (1480-1530), en Valencia fueron procesadas 2.354 personas y condenadas a muerte el 40 por ciento. – Es reseñable resaltar que el siglo XIV hay tribunales inquisitoriales repartidos por toda Europa: Bohemia, Polonia, Portugal, Bosnia, Alemania y los antes mencionados, siendo los reinos latinos de Oriente, Britania, Castilla y Escandinavia los únicos que carecían de ella.

Progresivamente se multiplica la burocracia inquisitorial y se editan manuales procesales del Santo Oficio, como el de Raimundo de Peñafórt (siglo XIII), Bernardo Gui/Guidoni (siglo XIV) y Nicolau Eymerich (siglo XV). Las categorías delictivas también fueron ampliándose, así, de las herejías medievales se pasó a juzgar otros delitos: Blasfemia, bigámia y brujeria. – A partir de 1438 se descubren “sabbats” en los Alpes – con lo que la caza de brujas se desata incrementándo la actividad de la Inquisición.

En la corona de Aragón, el tribunal inquisitorial, venía funcionando desde sus mismos inicios como consecuencia de la difusión de la herejía cátara. El concilio de Tarragona y el edicto real de Jaíme primero en el año 1233, dado a petición del papa Gregorio noveno, sentaban las bases de la Inquisición en la Corona de Aragón. 

En el artículo VIII de dicho edicto, el rey mandaba al obispo que nombrara un sacerdote mientras el se reservaba el nombramiento de dos láicos, que acompañarían a aquél en las pesquisas. En 1242, el nuevo concilio de Tarragona, reunido por el arzobispo Pedro Albalat y en el que tuvo una destacable participación San Raimundo de Peñafórt (patrón de los abogados..), establecía la organización de la Inquisición, bajo la jurisdicción de los obispos, y el dominio casi exclusivo de los dominicos.

Con la edad moderna, la llegada de la monarquía de los Reyes Católicos, y la unión de la Corona de Castilla y Aragón, se produce un cambio radical. Conscientes Isabél y Fernando, de los problemas socio-religiosos y ávidos de la legitimación eclesiástica, que el poder absoluto necesitaba.  El nuevo reino era un conglomerado de fueros, prebendas, creencias y poderes fácticos. Por consiguiente instáron al Papa para que dotara de una nueva Inquisición a la Corona de Castilla. El 1 de noviembre de 1478, el papa Sixto quarto en su bula, “Exigit sinceras devotionis affectus”, concedía a los Reyes Católicos el poder de nombrar dos o tres obispos ó sacerdotes seculares o regulares (de más de 40 años, de vida recomendable y con títulos académicos), para desempeñar el oficio de inquisidores en las ciudades ó diócesis de sus reinos.

Hasta octubre de 1483 se libra una auténtica batalla entre la monarquía y el papado, debido a la concepción eclesiástica que el papa quería para la nueva inquisición de la Corona de Castilla y Aragón, en contraposición a la idea de los monarcas de utilizar la institución inquisitorial como instrumento de asentamiento de su propio poder. – La inquisición era el único órgano de la administración estatal que permitía al rey, salvar las barreras jurisdiccionales de los fueros de la antigua Corona de Aragón – aunque, para ser estrictos, nunca dejó de ser, en definitiva, un tribunal eclesiástico. Así en Francia, una monarquía absolutista, esta nueva Inquisición no tuvo razón de ser. – Los procesos heréticos eran incoados por los Parlamentos -. Portugal no la tuvo hasta 1547 e Italia, a finales de siglo XVI.

Por su parte, el papado, creó su propia Inquisición en Roma en el año 1542. Esta Inquisición, la española desapareció oficialmente el 15 de julio de 1834 (De facto en 1798), es la única que ha sobrevivido hasta la actualidad, aunque con un cambio de nombre: “La congregación para la doctrina de la fé” y que tiene entre sus últimos máximos dirigentes al hasta hace poco, papa, Benedicto XVI.


Las torturas eran aplicadas para lograr una confesión

Desde Galileo Galilei hasta Juana de Arco, a día de hoy se cuentan por decenas los personajes destacados de la Historia que fueron perseguidos y ajusticiados por la Santa Inquisición. Una institución creada en el siglo XIII cuya lucha contra los herejes se extendió durante más de seis siglos por países como Francia, Italia, España o Portugal. Ideada para combatir a todo aquel que se alejase de la fe que por entonces se proclamaba como oficial (además de aquellos que cometían algunos actos considerados como amorales). Esta institución vivió su esplendor y su mayor barbarie durante la Edad Media. Sin embargo, por lo que es recordada en la actualidad no es solo por la cantidad de cadáveres que dejó a sus espaldas en Europa, sino por el uso de multitud de instrumentos de tortura capaces de arrancar una confesión a homosexuales, presuntas brujas o blasfemos. Entre los mismos destacaban algunos tan crueles como el potro (ideado para estirar los miembros de la víctima) o el castigo del agua (el cual creaba una severa sensación de ahogamiento en el reo). Todos ellos, al menos en España, dejaron de usarse el 4 de diciembre de 1808, día en que Napoleón Bonapárte abolió la Inquisición.

Para hallar el origen de esta institución, es necesario fijar nuestros ojos en la Francia del siglo XII. Una época -la Edad Media- en la que el cristianismo ya había logrado alzarse como la primera y principal religión del Sacro Imperio Romano. Fue en ese momento cuando nacieron multitud de grupos que, aunque enarbolaban la bandera de esta creencia, entendían que no había que honrar a Dios como afirmaba la Iglesia oficial. Entre ellos destacaban los valdenses y los cátaros, quienes se atrevían además a criticar a los líderes espirituales del momento, por vivir de una forma demasiado ostentosa. Aquello no gustó demasiado al Papa Lucio tercero quien -tras reunirse en concilio con otros tantos líderes religiosos- cargó de bruces contra ellos, mediante una normativa divulgada en 1184. «El papa promulgó la célebre Ad abolendam “contra los cátaros, los patarinos, […] los josefinos, los arnaldistas y todos los que se dan a la predicación libre y creen y enseñan contrariamente a la Iglesia católica, sobre la Eucaristía, el bautismo, la remisión de los pecados y el matrimonio”», explica el doctor en Historia José Sánchez Herrero en su obra « Los orígenes de la Inquisición medieval».

Todos aquellos grupos fueron declarados herejes. «La herejía, en sentido formal, consiste en la negación consciente y voluntaria, por parte de un bautizado, de verdades de fe de la iglesia», explica el teólogo Otto Karrer (en el sigloXIX). Aquella constitución puso los cimientos de la futura Inquisición, pues establecía que las autoridades eclesiásticas tenían la potestad de perseguir a los enemigos de la Iglesia y devolverles al camino correcto. «Todo arzobispo u obispos debía inspeccionar detenidamente [... una o dos veces al año, las parroquias sospechosas, y lograr que los habitantes señalasen, bajo juramento, a los heréticos. Éstos eran invitados a purgarse de la sospecha de herejía por medio de un juramento, y mostrarse en adelante buenos católicos. Los condes, barones, rectores, consejos de las ciudades y otros lugares debían prestar juramento de ayudar a la Iglesia en esta obra de represión, bajo la pena de perder sus cargos; de ser excomulgados y de ver lanzado el entredicho sobre sus tierras», explica el autor. Además, en el texto se establecía que eran delegados apostólicos y estaban protegidos directamente por la Santa Sede a la hora de llevar a cabo este trabajo.

En las décadas posteriores este sistema no fue seguido de forma específica ni continua. Hubo que esperar hasta el año 1229 para que, mediante una ordenanza real, se estableciera que las autoridades civiles y eclesiásticas tenían la obligación de recuperar aquellas tareas y buscar y castigar a los herejes. No obstante, apenas dos años después el Papa Gregorio IX dictaminó mediante la normativa «Excommunicamus» que la Iglesia sería la única con este poder, además de determinar -por primera vez- el procedimiento concreto que se aplicaría contra los infieles y las penas por las que pasarían si eran encontrados culpables. «Al mismo tiempo el senador de Roma, Annibaldo, publicó un estatuto contra los heréticos, donde empleó por primera vez la palabra "inquisitor" con su significación técnica de inquisidor y no en el sentido general de investigador», añade el experto. Acababa de nacer la Inquisición, y lo hacía teniendo la potestad de arrebatar sus bienes a aquellos que fueran considerados herejes e, incluso, desterrar a sus familiares. No obstante, esta fue la « Inquisición pontificia», la más aciaga durante la Edad Media y diferente a la española, nacida en el siglo XV de la mano de los Reyes Católicos.

Con todo, parece que a los inquisidores no les resultaba nada sencillo encontrar a los herejes (pues estos tenían la curiosa manía de negar su condición si eso hacía que no les cayese encima todo el peso de la justicia). Por ello, en 1252 el Papa Inocencio IV permitió oficialmente el uso de la tortura para lograr que aquellos «desviados de la religión oficial» cantasen su confesión (y lo que se terciase) a sus sacerdotes. Aquella cruel norma fue proclamada mediante la siguiente bula: «El oficial o párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión mediante la tortura sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices, encubridores, correligionarios y defensores».

Para entonces ya no solo se consideraban herejes las órdenes religiosas que se desviaban de la Iglesia oficial, sino también los judíos, los apóstatas, los excomulgados, los falsos apóstoles, las brujas, los blasfemos, y otros tantos. Lo que se buscaba mediante la tortura era que, haciendo uso de este dolor, toda esta inmensa lista de herejes admitiesen aquello por loq ue eran acusados y pudiesen ser castigados por ello. Con este objetivo se idearon todo tipo de instrumentos a lo largo de los seis siglos que estuvo vigente en diferentes países la Inquisición. En el caso de que resistiesen el proceso sin confesar, se suponía que los acusados debían ser liberados. «Cuando se administraba la tortura y no se obtenía confesión, la conclusión lógica, si es que la tortura probaba algo, era que el acusado era inocente. Según la frase legal, había purgado la prueba y merecía la absolución», determina Primitivo Martínez Fernández en « La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». Sin embargo, en la mayoría de los casos los reos acababan diciendo cualquier cosa a cambio de que parase aquel horror.


Tomás de Torquemada:
 
El sangriento Inquisidor General que tenía orígenes judíos.

La influencia del dominico fue fundamental para que los Reyes Católicos aprobaran la expulsión de los judíos de España. También varios de sus colaboradores más fanáticos en el Santo Oficio eran conversos, como en el caso de Alonso de Espina y Alonso de Cartagena.

Sigue siendo el inquisidor más emblemático, incluso a nivel internacional. El que representa el papel de villano en cuadros, leyendas y películas sobre la brutal persecución de los judíos y herejes. Tomás de Torquemada fue el primer Inquisidor General de Castilla y Aragón, y el más tristemente celebrado. Se estima que bajo su mandato, el Santo Oficio quemó a más de diez mil personas y un número superior a los veinte mil fueron condenados a penas deshonrosas. Una cifra que, no obstante, muchos historiadores modernos achacan a las exageraciones de la leyenda negra vertida contra España.

Paradójicamente, aquella sangre que tanto se aferró en derramar era la de sus antepasados. «Sus abuelos fueron del linaje de los judíos convertidos a nuestra Santa Fe Católica», escribe el cronista Hernando del Pulgar, sobre la familia de Torquemada en su libro «Claros varones de Castilla». El hispanista Joseph Pérez, sin embargo, echa luz sobre esta aparente contradicción: «El antijudaísmo militante de algunos conversos se debía a su deseo de distinguirse de los falsos cristianos mediante la severa denuncia de sus errores». Así lo demuestra que dos de los más fanáticos colaboradores del Santo Oficio, Alonso de Espina y Alonso de Cartagena, también tuvieran orígenes hebreos.

Torquemada procedía de una influyente familia de judíos establecida en Castilla desde hace siglos que habían decidido convertirse al Cristianismo dos generaciones atrás. La creciente presión social sobre la comunidad hebrea en el siglo XV desembocó en la conversión al Cristianismo de casi la mitad de los 400.000 judíos que habitaban en España. Los hijos de muchos de ellos acabaron ingresando en el clero, como demostración de compromiso con su nueva religión. Uno de ellos fue el tío del inquisidor, Juan de Torquemada –cardenal, teólogo y prior de los dominicos de Valladolid, donde probablemente nació Tomás–, que se encargó personalmente de la educación de su sobrino.


«El antijudaísmo de algunos conversos se debía a su deseo de distinguirse»

Al no ser una figura destacada hasta su edad adulta, la biografía temprana de Torquemada está plagada de huecos sin rellenar todavía por los historiadores. Así poco se sabe de sus padres o del destino que sufrieron sus abuelos, los conversos. De su infancia se sabe que creció en la ciudad de Valladolid y, al igual que su tío Juan de Torquemada, se ordenó fraile dominico en el Convento de San Pablo. Tras progresar en esta orden, fue nombrado prior del convento de Santa Cruz de Segovia. Allí conocería a Isabel «la Católica», que le designó como uno de los tres confesores personales de los Reyes Católicos por «su prudencia, rectitud y santidad». Tradicionalmente, este cargo servía a muchos eclesiásticos como puente hacia otras posiciones más elevadas y para entablar contactos con los personajes más destacados de la Corte. Por ello, pese a su vida austera y su perfil discreto, el dominico fue elegido para reformar la institución de la Inquisición española, la cual desde su fundación en 1478 no estaba cumpliendo los objetivos planteados por los Reyes Católicos.


Torquemada, el primer inquisidor general

El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue una institución fundada en 1478 por los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus reinos. A diferencia de su versión medieval –la primera creada en el siglo XII en el sur de Francia–, la institución que pusieron en marcha los Reyes Católicos estaba bajo el control directo de la Monarquía y tenía como prioridad lograr la unidad religiosa en un territorio repleto de falsos conversos. A raíz de un informe realizado por el arzobispo de Sevilla, el Cardenal Mendoza, y por el propio Tomás de Torquemada denunciando las prácticas judaizantes que seguían realizando impunemente los conversos andaluces, los Monarcas solicitaron al Papa Sixto IV permiso para constituir este órgano en la Corona de Castilla.


Se dice que Dominicos significa «los perros del Señor»

Inicialmente, la actividad del Santo Oficio se centró solo en la diócesis de Sevilla y Córdoba, donde se había detectado un foco de conversos judaizantes. En 1481, se celebró el primer auto de fe, precisamente en Sevilla, donde fueron quemados vivos seis detenidos acusados de judeoconversos. Sin embargo, los escasos resultados no eran los deseados por los Reyes Católicos, que, buscando incrementar el acoso contra los conversos, nombraron a Tomás de Torquemada para el cargo de Inquisidor General de Castilla en 1483. La elección respondía a dos razones obvias: era el confesor de Isabel «la Católica», con la consiguiente influencia que ello conllevaba; y pertenecía a la orden de los dominicos. Pues, los miembros de la orden de predicadores –conocida también como orden dominicana– habían ejercido el papel de inquisidores durante la Edad Media y se dice, incluso, que Dominicanus es un compuesto de Dominus (Dios) y canis (perro), significando «los perros del Señor», por su celo en la búsqueda de herejes.

La incansable actividad de Torquemada, «el martillo de los herejes, la luz de España, el salvador de su país, el honor de su orden» –en palabras del cronista Sebastián de Olmedo–, llevó a miles de personas al fuego y extendió estos tribunales por toda la península. En 1492 ya existían tribunales en ocho ciudades castellanas (Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid) y comenzaban a asentarse en las poblaciones aragonesas. Establecer la nueva Inquisición en los territorios de la Corona de Aragón, en efecto, resultó mucho más complicado. No fue hasta el nombramiento de Torquemada en 1483 también Inquisidor de Aragón, Valencia y Cataluña cuando la resistencia empezó a quebrarse. Además, el asesinato en 1485 del inquisidor zaragozano Pedro Arbués, hizo que la opinión pública diese un vuelco en contra de los conversos y a favor de la institución.

Torquemada inauguró el mayor periodo de persecución de judeoconversos, entre 1480 a 1530, que posteriormente fue sustituido por el acoso a otros grupos considerados subversivos, como los calvinistas o los protestantes. Del mandato de Torquemada se ha calculado que fueron ejecutadas 10.000 personas, según el historiador eclesiástico Juan Antonio Llorente, aunque el hispanista Henry Kamen rebaja la cifra a solo 2.000 personas hasta 1530. Pero, donde no caben dudas es en que de todos esos años fue en 1492, la fecha de la expulsión de los judíos de España, cuando se alcanzó las mayores cotas de violencia contra esta minoría religiosa. Por supuesto, Torquemada, encargado de redactar parte del edicto de expulsión, jugó un papel crucial en el proceso.


Detrás de la expulsión de los judíos

La decisión de los Reyes Católicos se fundamentaba en la mala influencia que ejercían los judíos, que no eran perseguidos por la Inquisición, en los conversos. Tras redactar las condiciones – básicamente, elegir entre bautizo o expulsión–, Torquemada presentó el proyecto a los Reyes el 20 de marzo de 1492, que lo firmaron y publicaron en Granada el 31 de marzo. La influencia de la Inquisición, en concreto de Torquemada, fue notable para que los Monarcas abordaran una medida tan radical, para la que ni Isabel ni Fernando se mostraron especialmente predispuestos años atrás.


«Judas vendió a Nuestro Señor por 30 monedas de plata», recordó al Rey

También es célebre la abrupta respuesta del Inquisidor General a los intentos de los judíos influyentes por rebajar la medida. Entre el mito y la realidad, se cuenta que el empresario judío Isaac Abravanel, que había servido en distintos cargos a los Reyes Católicos, ofreció al Rey Fernando una suma de dinero considerable para retrasar la medida. Al enterarse Tomás de Torquemada, se presentó ante el Rey y le arrojó a sus pies un crucifijo diciéndole: «Judas vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata; Su Majestad está a punto de venderlo de nuevo por treinta mil».

En 1494, la salud de Torquemada empezó a declinar y dos años después se retiró al convento de Santo Tomás de Ávila que él mismo había fundado, desde donde siguió dictando las órdenes de la institución religiosa. A su muerte, el 16 de septiembre de 1498, le sucedió en el cargo de Inquisidor General fray Diego de Deza.

Su figura ha quedado asociada a la de un fanático que disfrutaba torturando y quemando a la gente. No obstante, Torquemada estaba considerado por sus contemporáneos como un eficiente administrador, un trabajador pulcro y un hombre imposible de sobornar. Era la virtud personificada para su época, aunque sus prácticas sean sumamente crueles a los ojos actuales. La leyenda negra contra los españoles, además, aprovechó para hinchar la cifra de fallecidos bajo su mandato hasta los 10.000. Hoy se ha rebajado el número a los 2.000, pero sigue siendo imposible justificar los métodos de interrogatorio y castigo a los falsos conversos que aplicó el inquisidor general, quien consideraba a cualquier niño mayor de 12 años susceptible de ser juzgado por la sangrienta institución que vertebró.



LAS TORTURAS MAS CRUELES DE LA INQUISICIÓN:(desde su creación hasta su abolición en España)



1-El potro

Tristemente, «el potro» fue una de las máquinas de tortura más conocidas de la Edad Media. Su sencillez, su facilidad de construcción y, finalmente, su efectividad a la hora de lograr que el reo confesase (o dijese al pie de la letra lo que los inquisidores querían escuchar) hizo que fuera una de las máquinas más famosas durante aquella época. Y no solo en el ámbito religioso. «Se llamaba así al caballete o potro triangular sobre el que se ponía a los acusados que no querían confesar. El potro era empleado también por la justicia ordinaria en la aplicación del tormento», explica la escritora del S.XIX Irene de Suberwick en su obra « Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España».

Su funcionamiento era simple, pero eficaz. Para causar el mayor dolor posible al preso, se le ubicaba sobre una mesa que contaba con cuatro cuerdas. Cada una de ellas, para atar sus brazos y piernas. «Las cuerdas de las muñecas estaban fijas a la mesa y las de las piernas se iban enrollando a una rueda giratoria. Cada desplazamiento de la rueda suponía una extensión de los mismos», destaca Primitivo Martínez Fernández en «La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». El dolor que producía en los huesos era sumamente insufrible y, si las vueltas a aquella maléfica rueda eran demasiadas, podía provocar el desmembramiento de las extremidades.

Usualmente, este tormento solía tener dos partes. La primera duraba varias vueltas y buscaba amedrentar al preso. Posteriormente, se paraba la máquina y se instaba a la víctima a «hablar». Si no aceptaba, se continuaba hasta que lo hiciese. Con todo, algunos autores son partidarios de que había un nivel más de interrogatorio. Este duraba presuntamente varios días y, tras él, el reo solía fallecer. Fuera como fuese, la víctima podía ser cruelmente estirada hasta 30 centímetros. A su vez, destaca que, si no obtenían la confesión deseada, también podían recurrir a aplicar otros castigos al sujeto allí tumbado mientras el potro surtía su efecto (por ejemplo, quemar sus costados con fuego -siempre considerado purificador-).

Además del posible desmembramiento, el dolor que causaba esta máquina era increíble. «El torturador le daba vueltas al timón […] hasta que los huesos de la víctima eran dislocados con un ruido fuerte, causado por los cartílagos, ligamentos y huesos que se rompían. Si el torturador seguía girando el timón, las piernas y los brazos eran eventualmente arrancados del cuerpo», señala Luis Muñoz en su obra « Origen, Historia Criminal y Juicio de la Iglesia Catolica». Tal y como se puede observar en las crónicas de la época, tras unas «vueltas» en este invento era casi imposible mantenerse en pie. Lo mismo pasaba con la capacidad de caminar. De hecho, era sumamente difícil dar siquiera dos pasos.


2-El aplasta pulgares

El aplasta pulgares era un instrumento metálico en el que se introducían los dedos de las manos y los pies. A continuación, mediante un tornillo se le daban varias vueltas hasta que los apéndices acaban totalmente destrozados. Tenía un origen veneciano y la mayoría de los textos lo definen como un utensilio sencillo, pero sumamente doloroso.


3-El tormento del agua

El conocido como tormento del agua era uno de los más imaginativos. Su utilidad era tal que, en la actualidad, algunas agencias de inteligencia lo siguen utilizando. Contaba con varias versiones, pero la más básica consistía en tumbar a la víctima sobre una mesa, atarle las manos y los pies, taparle las fosas nasales (en la mayoría de los casos) y, finalmente, introducirle una pieza de metal en la boca para evitar que la cerrase bruscamente. A continuación, y tal y como señala Muñoz en su obra, se le metían «ocho cuartos de líquido» por el gaznate. La sensación de ahogamiento era insoportable y, en muchas ocasiones, hacía que la víctima se quedase inconsciente. «La muerte usualmente ocurría por distensión o ruptura del estómago», comenta el autor español.

Con el paso de los años, esta tortura se fue perfeccionando hasta el punto de lograr una sensación totalmente horrible en la víctima. Esta se lograba, principalmente, introduciendo un trapo de lino hasta su garganta y echando agua a través de él. «El agua se filtraba gota a gota a través del húmedo lienzo, y a medida que se introducía en la garganta y en las fosas nasales, la víctima, cuya respiración era a cada instante más difícil, hacía esfuerzos por tragar aquella agua y aspirar un poco de aire. Más a cada uno de sus esfuerzos que imprimían a su cuerpo, una convulsión dolorosa [aparecía]», explican Feréal y otros autores en «Misterios de la Inquisicion de España». El sufrimiento se medía acorde al número de jarros del líquido elemento que se introducían entre pecho y espalda de la víctima.

Uno de las muertes más crueles por este método se sucedió a finales del siglo XVI, como bien señala Muñoz: «Uno de los muchos casos registrados por la Inquisición en 1598 estuvo relacionado a un hombre que fue acusado de ser un hombre lobo y poseído por un demonio. El verdugo vació un volumen de agua tan grande en la garganta de la víctima, que su barriga se expandió y se puso dura poco antes de que muriera». El último tipo de «tormento del agua» consistía en hacer lo mismo, pero en una escalera sobre la que se ponía al preso boca abajo.

En pleno 2015, la CIA sigue utilizando una tortura similar a esta, aunque es llamada « ahogamiento simulado» y se lleva a cabo tumbando al preso en una mesa, vendándole los ojos (tras sujetarle manos y pies) y, finalmente, arrojándole agua al interior de la boca y la nariz. Aunque parezca un acto inocente es sumamente cruel, pues -al no ver nada- el cerebro sufre una sensación de ahogamiento y claustrofobia similar a la que se produciría bajo el líquido elemento. El organismo suele responder con convulsiones y temblores. Según el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, se usó contra los presos de Guantánamo durante años. Además, es una técnica de interrogatorio que las fuerzas especiales americanas deben aprender a eludir antes de ser enviadas a territorio enemigo.


4-La pera vaginal, oral o anal

Como su propio nombre indica, este instrumento de tortura tenía forma de pera (estrecho en una punta y ancho en la otra) y se introducía en la boca, la vagina o el ano de la víctima. La oral se aplicaba a «predicadores heréticos y reos de tendencias antiortodoxas» la vaginal a las mujeres culpables de «relaciones con Satanás o con uno de sus familiares» y la anal a los «homosexuales pasivos». Una vez en el interior, comenzaba el suplicio, pues se abría mediante un tornillo generando un dolor inmenso en el preso.

«La pera era forzada dentro de la vagina, ano o boca. Una vez dentro de la cavidad, era entonces expandida al máximo girando un tornillo. La cavidad en cuestión resultaba irremediablemente mutilada, casi siempre ocasionando la muerte», determina el divulgador histórico Martín Careaga en su obra «La santa Inquisición». Además del dolor que causaba cuando se abría, en sus paredes exteriores contaba con unas púas que desgarraban el interior de la boca, la vagina o el ano del afectado provocando severas hemorragias.


5-La garrucha

Esta tortura era conocida en la vieja Europa como «estrapada», aunque en España fue importada como «la garrucha». Su funcionamiento, al igual que el del potro, era bastante sencillo y no requería de un gran equipamiento técnico, pero no por ello era menos dolorosa. La tortura consistía, simple y llanamente, en atar las manos del preso por detrás de su espalda. A continuación, se alzaba a la víctima varios metros del suelo (tirando de sus muñecas) mediante un sistema de poleas. Una vez en alto, llegaba el castigo. «Finalmente, se le dejaba caer. La longitud de la cuerda estaba medida para que no se golpeara con el suelo, pero la sacudida le dejaba descoyuntado», añade Martínez Fernández en su obra. El descenso hacía que todo el peso del cuerpo de la víctima se sustentase en los brazos, algo sumamente doloroso.

En palabras de este autor, esta tortura fue utilizada en primer término en Italia, donde era llamada «strapatto» y, al igual que el potro, contaba con varias partes. En la primera, se suspendía a la víctima unos seis pies (unos 2 metros) sobre el suelo y se la dejaba caer desde allí. Este procedimiento, según Muñoz, provocaba desgarramientos en el húmero y dislocaba la clavícula. Después de esta «primera toma de contacto» con «la garrucha», se preguntaba al prisionero si quería confesar sus pecados a la Santa Inquisición. Si así lo hacía, el tormento se daba por finalizada. En caso contrario volvía a empezar, aunque de una forma un poco más dolorosa.

«En esa posición [cuando estaba suspendido] hierros de aproximadamente cuarenta y cinco kilogramos eran atados a los pies. Los verdugos entonces halaban la cuerda y soltaban bruscamente a la víctima, sujetándole fuerte antes de que tocase el piso», señala Muñoz. El proceso se repetía una y otra vez. Curiosamente, a partir de 1620 varios inquisidores hicieron múltiples recomendaciones para que el dolor del prisionero fuese lo más intenso posible. Entre las mismas destacaban el levantar muy lentamente al reo para que «disfrutase» del cruel viaje y dejarle suspendido el tiempo en que se tardaba en recitar dos veces en silencio el salme «Miserere» (una oración de arrepentimiento).

«Si la víctima aguantaba la tortura y rehusaba confesar, los torturadores la llevaban a una plataforma donde le quebraban los brazos y las piernas hasta que moría», completa Muñoz. Pero no se detenía en ese punto el castigo pues, si lograban resistir y no se marchaban al otro barrio, el preso era estrangulado y quemado. No fue el caso de una bella mujer que, según cita M.V. de Feréal (S.XIX) mientras sufría la tortura de la garrucha «sufrió un ataque en el que lanzó mucha sangre de su pecho». Según parece, durante el castigo se le rompió la arteria, lo que la hizo fallecer a las pocas jornadas. Curiosamente, una tortura similar fue practicada décadas después por los nazis en Auschwitz.


6-La cuna de Judas

La «cuna de Judas» era un artilugio que estaba formado por dos elementos. El primero era un sistema de poleas que permitía alzar a una persona en el aire. El segundo, una pequeña pirámide de madera cuya punta estaba sumamente afilada. La tortura consistía en levantar a la víctima en el aire y dejarla caer repetidamente y con fuerza sobre la base del artefacto para que su ano, vagina o escroto se desgarrasen. El verdugo, además, podía controlar el dolor que sufría el afectado controlando la altura a la que se ubicaba el prisionero.

Una curiosa variante de la cuna de Judas se llevaba a cabo utilizando agua y ubicando al afectado totalmente atado apoyado con varios pesos en los pies sobre la pirámide. «Era un tratamiento frecuentemente utilizado contra las mujeres acusadas de ser brujas. En el juicio por agua contra las brujas, se suponía que el agua, siendo un elemento “inocente y puro”, haría flotar a la víctima si era inocente, pero si era culpable, entonces se hundiría. Lo cual evidentemente siempre sucedía, pues nadie podía flotar en esa posición», determina Careaga en su obra.


7-La doncella de hierro

Este castigo era uno de los más crueles, aunque se sospecha que no llegó a utilizarse de forma tan usual como el potro debido a su severidad. Para llevar a cabo la tortura de la «doncella de hierro» se introducía al preso en un sarcófago con forma humana con dos puertas. Este artilugio contaba con varios pinchos metálicos en su interior que, cuando se cerraba el ataúd, se introducían en la carne del reo. Curiosamente, y en contra de lo que se cree, estas «agujas» gigantescas no acababan con su vida, aunque le causaban un dolor increíble y hacían que se desangrase poco a poco. Pero eso sí, no le atravesaban de lado a lado, como se muestra en algunas películas.

A su vez, era algo precario como elemento para lograr que los herejes confesaran, pues no había forma de aumentar progresivamente el dolor que causaba. «Había pocos sarcófagos y en realidad estaban pensados para infundir terror. Cualquiera de las torturas precedentes, aunque de apariencia más modesta, permitía una aplicación de intensidad variable, según las necesidades, mientras que la doncella no permitía graduaciones», señala el autor de «La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia».

Tal y como explicamos en ABC en 2012, la primera ejecución con este método se sucedió el 14 de agosto de 1515, y la víctima fue un falsificador. «Las puntas afiladísimas le penetraban en los brazos, en las piernas, en la barriga y en el pecho, y en la vejiga y en la raíz del miembro, y en los ojos y en los hombros y en las nalgas, pero no tanto como para matarlo, y aseí permaneció haciendo un gran griterío y lamento durante dos días, después de los cuales murió», explica el autor alemán del S.XIX Gustav Freytag. Según se cree, Erzsébet Báthory, la «condesa sangrienta» (una mujer acusada de asesinar a cientos de personas por creer que así podría obtener la belleza eterna) era una de las asesinas que -durante el siglo XVII- más disfrutaba usando este artilugio con aquellas chicas que capturaba y aniquilaba.


8-La sierra

La «sierra» era uno de los castigos más brutales que se podían perpetrar contra un prisionero. Usualmente estaba reservado a mujeres que, en palabras los inquisidores, hubiesen sido preñadas por Satanás. Para lograr acabar con el supuesto niño demoníaco que llevaban en su interior, los responsables de cometer la tortura colgaban a la hechicera boca abajo con el ano abierto y, mediante una sierra, la cortaban hasta que llegaban al vientre. «Debido a la posición invertida en que se colgaba a la víctima, el cerebro aseguraba amplia oxigenación y se impedía la pérdida general de sangre. La víctima, por ello, no perdía la consciencia hasta llegar al pecho», completa Careaga. Aunque no era una tortura que buscara una confesión, su crudeza hace que no pueda ser olvidada en esta lista.

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Crisól de Culturas en la España Medieval


Para España la era moderna se estrena con el matrimonio de los Reyes católicos, don Fernando de Aragón y doña Isabel de Castilla en el año 1469. Es la simiente del auge imperial.

Por entonces las agresividades bélicas de la Reconquista han avanzado lo suficiente para que el territorio de la península se considere unificado bajo ambas coronas y emprender la final ofensiva contra los sarracenos. La fusión de ambos cetros en un solo poder suscitará los elogios de Nicolás Maquiavelo en "El Principe", cuyo país, Italia, todavía está fragmentado en ducados, principados, condados, amén de los feudos temporales de los papas. Maquiavelo estima que la unificación hispánica es un modelo digno de ser imitado por las naciones europeas.

El nacionalismo se ha apoderado de los espíritus y surgen en el Viejo Mundo los países más o menos como hoy los conocemos. El sentimiento de amor patrio se expresará en los idiomas locales, el derecho, la precisión de fronteras, literatura y música vernáculas y la personalidad nacional definida y fuerte dentro de la comunidad de Estados. Así el nacionalismo es una escala de valores y manifestaciones que compiten con los vecinos en una carrera por el prestigio, el poder y la riqueza. En el caso de España la situación era distinta al resto de los países europeos. El país había sido un crisol de culturas, una amalgama de razas y estrecho contacto de credos religiosos como no se había visto en el mundo y que probablemente no se dará más.

Las tres grandes religiones monoteístas habían encontrado en España arraigo y un bien común. Cuando termina el siglo 15, a aún 100 años antes, el panorama de tolerancia y convivencia cambia bruscamente y comienzan los choques. Fernando e Isabel saben que el empuje de la restauración del catolicismo, al menos el oficial, tendrá que hacerse sacrificando buena parte de la población. La política real y la de sus consejeros es precisa: a la unidad del territorio ha de ir anexa la de la fe.

Se comenzó así por los musulmanes: el 2 de enero de 1492 las huestes cristianas sitian y toman Granada, último reducto árabe. La cruz ondea ya sobre el Palacio de la Alhambra en la torre de Comares. El rey moro Boabdil se rinde y con los suyos tomará la vía del exilio. La caída de Granada contribuye efectivamente a consolidar no sólo la cruzada interna de fe, sino que acrescienta el prestigio de los regios esposos. Ahora qué hacer con los judíos quienes contribuyeron por mil quinientos años al esplendor de España? En astronomía, medicina, comentarios talmúdicos literatura, filosofía, finanzas, auge económico, rudimentarios oficios? Aparece la Inquisición, el rechazo antisemita, la intolerancia y desvalorización del legado hebraicoEl 31 de marzo de 1492, luego de intensas consultas pero también de inconfesables presiones, los reyes firman el Decreto de Expulsión, otorgándoles protección y un lapso de 3 meses para liquidar sus bienes y otras propiedades. Andrés Bernalaz, cura del pueblo de los Palacios vió pasar una de las tristes procesiones que se encaminaban hacia Portugal: "E los rabinos hacían tañer panderos para alegrar a la gente....nacían y morían en el camino". El fatídico Decreto dejaba abierta una puerta, una opción más o tan temible: podían quedarse los que se convirtieran al catolicismo. Muchos de los que se quedaron optaron por la conversión pero ello dió origen a un problema más delicado. Fueron los criptojudíos, marranos o alboraicos. Los judaizantes que así fueron llamados se encontraron en los linderos de dos mundos. Por un lado la Sinagoga los tildaba de apóstatas. Por el otro la Iglesia les daba el nombre de herejes. Si los vemos por el sesgo cristiano constituyen una quinta columna, un contingente distinto dentro de las filas de "cristianos viejos", un peligro latente contra la ortodoxia, la pureza de la fe e integridad del catolicismo. Penetraron tan hondamente las capas de la sociedad que bien pronto los hallamos como funcionarios públicos, elegantes damas y prestantes caballeros de corte, prelados y obispos, conquistadores de América, banqueros, literatos y hasta santos de la iglesia romana. Portugal acogerá un segmento de los proscritos, pero por corto tiempo pues en 1947 el rey Manuel, casado con princesa española, decretará a su vez que los israelitas deben irse o renunciar a su herencia milenaria. De esta suerte aumenta la dispersión, se complica y multiplica con creces el asunto judaico: los "cristaos-novos". Con el descubrimiento de América, España se eleva al rango de potencia madre de nuevas tierras en la Tierra, sin moros y sin judíos pero con moriscos y judaizantes, la península azuzará la envidia y la codicia de sus rivales: Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda y Dinamarca. Los criptojudíos y los criptoislámicos serán elementos de mayor importancia en el nuevo crecimiento.




Vida de los Judíos en España antes de su expulsión


En la pequeña comunidad medieval los judíos estaban organizados como en una gran familia. A medida que la comunidad fue creciendo, las costumbres de apoyo mutuo inmediato se hicieron más difíciles de mantener. Por lo tanto se crearon asociaciones especiales. Entre los artesanos, la piedad religiosa era habitual, así se crearon sociedades o cofradías de "enterradores", "vigilia nocturna", "los que van en pos de la justicia"; "los que hacen caridad", etc. El nombre común de estas asociaciones era el de Hebrá Kadishá; Santa Hermandad o Santa Irmandade. Entre los sefarditas la Hebrá es la primera cosa que instituyen en cada población, grande o pequeña, donde se establecen y sin excepción los miembros de la sociedad llevan el sentimiento del deber como son visitar a los enfermos, sepultar a los muertos, dotar a la novia, apoyar a los necesitados, educar a los jóvenes, rescatar a los cautivos, etc. todo ello no por vía de la caridad sino más bien como obligación social.

Los judíos vivían entre árabes y cristianos en la era medieval, contribuyendo con un importante aporte a la cultura hispánica. Los judíos no fueron solo tolerados en la España cristiana, sino incluso bien recibidos. Hacia los siglos X, XI y XII los nuevos reinos cristianos surgidos en el proceso de reconquista contra los árabes necesitan repoblar territorios devastados por las guerras. Era necesario promover el comercio en las ciudades y organizar la administración de los territorios conquistados, la sociedad cristiana estaba formada fundamentalmente por guerreros y campesinos, sin experiencia ni gusto alguno por la vida administrativa y el comercio. Por esa misma época los judíos huían de Al Andalus (Andalucía) perseguidos por los fanáticos almorávides primero, y de los almohades más tarde. La confluencia de todos estos factores explica el rápido repoblamiento de las aljamas del centro y norte de España. Así los judíos pueblan antiguas juderías, dedicándose a las más diversas labores, desde humildes agricultores (Leon, La Rioja, Guadalajara, Huesca, etc.) hasta grandes financistas pasando por una innumerable gama de oficios: comercio, profesiones y artesanías, etc. En una época marcada por las persecuciones, la mayor parte de los judíos prefirieron dedicarse a actividades que no supusieran una dependencia excesiva de bienes inmuebles difíciles o imposibles de llevar consigo en caso de alguna expulsión a los que estaban secularmente habituados.

En las juderías, aljamas o barrios judíos de la peninsula, el judío no quedaba totalmente aislado del mundo exterior; la Judería, a contrario del "ghetto" del centro y del norte de Europa, no era un lugar donde los judíos quedaban apartados del resto de la población. Las relaciones eran contínuas, no había cristiano que sintiera asco por ponerse en manos de un médico hebreo, ni rey que no atendiera las predicciones astronómicas de un rabino cabalista, ni obispo o canónigo que tuviera separo en dejarse cortar sus sotanas por sastres judíos, ni párroco que necesitase fumigar con sahumerios benditos los cálices o candelabros de altar labrados por orfebres de la aljama. Al judío respetable sus convecinos le llamaban Don o en su caso Rabí. Por lo general, sobre todo en las pequeñas ciudades, los judíos no llevaban vestimentas especiales que los distinguieran. Por el contrario, en otras partes de Europa, la exigencia de vestimenta distinta a todos los judíos era una infamante realidad. La judería se regía, dentro de su estricto recinto, por leyes propias. Cobraban sus impuestos, imponían justicia, juzgaban a los malhechores, excomulgaban, etc. con la más amplia autonomía dentro de su reducida jurisdicción. A partir del siglo XIV eran más frecuentes las asambleas de representantes de todas las aljamas del reino de Castilla, que en el siglo XV se convirtieron en una institución fija para el ordenamiento de los intereses comunes de la población judía. Estas asambleas tuvieron valor cohesionante y unificador preparatorio para la entonces futura diáspora de los sefaradíes. En una de ellas hacia 1432, se elaboró el Ordenamiento de Valladolid, modelo institucional que sirvió a los sefardies durante varias generaciones.



La Diáspora Sefardí

En la Península Española los judíos habían convivido con los romanos, con los invasores bárbaros y con los reyes visigodos, con los guerreros árabes, con los califas de occidente, con los reyes y monarcas cristianos de la Reconquista. Lo mismo figuraba en la corte de Granada un Samuel Ibn Nagrela como gran visir, que un Samuel Levy en la corte de Don Pedro I de Castilla. Antes de su dispersión, el judaísmo español había ofrecido los más altos valores en poesía religiosa, en exégesis bíblica, en filología hebraica, filosofía y ciencias puras y experimentales. En los siglos XII y XIII, la individualidad y la personaldiad empiezan a percibirse frente al carácter general y anónimo de la obra literaria antígua; el interés por los temas rebasa lo puramente religioso. El estudio de la filosofía y las ciencias, la naturaleza, la apreciación de la belleza del mundo y del hombre, la valoración de las ciencias humanas y el empeño por la armonización de lo religioso o suprarracional con lo científico o meramente racional, son rasgos nuevos, casi exclusivos de la cultura hebraica-española.

Instituto Sefardí Europeo El esfuerzo generoso y constante de los hebreos españoles había llegado a todas las actividades humanas: fueron astrónomos, como Rabí Yag y Abraham ben David de Toledo,kcabalistas como Abraham Abulafia, Nahmánides y Elkana ben Yerobam ben

Avigdor, comentaristas y expositores, como Abraham ben Meir y Moisés Ibn Esra; filósofos tan profundos como Maimónides. Abraham Bibao y Menasés ben Israel; gramáticos como Menahem ben Safuq de Tortosa; historiadores, como Abraham ben Samuel Hacuth, puristas como Bechai Haddi ben Asser Mechalaio. En la Academia de Córdoba, fraternizando árabes y judíos, encontramos a matemáticos como el sefardí malagueño Salomon Ibn Gabirol y a médicos como Hasdai ibn Shaprut (915-990 e.c.) y en Cataluña se destaca Abraham bar Hyya y en Castilla Abraham Bezra. Otras figuras notables son el médico Salomón ben Virga, los poetas Yehuda Halevy, Abraham Ibn Ezra, David Pekuda y Rabí Sem Tob de Carrión, junto a los Ibn Nagrela (993-1055), Ibn Pakuda (1040-1110) e Ibn Aderet (1235-1310), por no citar sino algunos. Algunos de ellos no tuvieron que ser expulsados de España sino que se convirtieron al cristianismo.

Proclamada la expulsión, el inquisidor Torquemada prohibió mantener el menor contacto con los judíos. El rey Fernando confiscó las propiedades de los israelitas desterrados con el pretexto de garantizar el pago de las deudas supuestamente contraídas, así, la riqueza de los emigrantes se desvaneció por completo y hubieron de abandonar pobres el país amado hacia el exilio. En aquella hora desesperada, los rabinos exhortaron a la grey de Israel a permanecer fiel a su religión, ante los requerimientos bautismales de los dominicos, por orden de Torquemada, a cambio de la permanencia en el país. La voz de los Rabíes recordaba que D-os los había salvado otras veces en el pasado de situaciones muy difíciles. Al final consiguieron una prórroga de dos días para dejar España, partiendo el 2 de agosto, fecha esta que en el año 1492 coincidió con el 9 de Av (Tisha BeAv).

Al salir de España, los judíos sefarditas dejaron tras de sí muchas cosas, pero una se llevaron con ellos: la cultura española. Tanto es así que cuenta la leyenda que cuando el Sultán Bayaceto II (1481-1512) permitió la radicación de los sefardíes en sus territorios de Europa y Asia, exclamó: "dicen del Rey Fernando que es un monarca inteligente, pero lo cierto es que empobrece a su país mientras enriquece al mío".

En los casi 500 años de la diáspora sefardí, son muchos los cambios sufridos por ella. Dentro del marco general del judaísmo, los judíos sefardíes fueron creadores de una alta espiritualidad, hasta el punto de que en ella se encuentran los orígenes de las dos grandes directrices del judaísmo universal posterior: el racionalismo creado por Maimónides, base de la actitud de los

"mitnaggedim" alemanes, y el misticismo, mejor llamado ascetismo moral de la Cábala práctica que arrancando con Moshé de Leon, autor del Zohar, nutre la escuela mística de Safed con un Cordovero, un Vital, un Luria, para desembocar en el fecundo Jasidismo de Polonia y Rusia, de aportación decisiva para la espiritualidad judáica moderna.




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Desaparición de La Corona de Aragón.
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La Edad Moderna en Aragón.

 
A la muerte de Doña Isabel, heredó la corona de Castilla su hija Doña Juana, casada con el Archiduque de Austria, Felipe I el Hermoso, hijo de Maximiliano primero , emperador de Alemania.

Reconocida como reina de Castilla por las cortes de Toro, quedo de regente D. Fernando de Aragón hasta que vinieran los nuevos reyes, conforme se disponia en el testamento de Doña Isabel.

La enfermedad de Doña Juana, a quien se le conoce con el sobrenombre de "la Loca", y las desavenencias que surgieron entre Fernando y Felipe, fueron causa de que aquél se retirara a sus estados de Aragón y que figurara como regente de Castilla Felipe I el Hermoso, que murió  antes de un año. Casado Fernando de nuevo, intentó conseguir un heredero para Aragón pero murió antes de conseguirlo.
   
Don Fernando regresó de Italia y fue regente de Castilla hasta su muerte en 1517, en que Carlos I heredó la Corona de Aragón.
 

La Pérdida de las instituciones políticas.

Tras la unión de las coronas de Aragón y Castilla, los intereses comunes que ligaban los estados de la Corona de Aragón se fueron disolviendo poco a poco, aunque nunca existió una unión real con Castilla.

Los sucesores de los Reyes Católicos, Carlos I y, sobre todo, Felipe I (Felipe II en Castilla), intentaron someter bajo su persona a los distintos reinos de la Península Ibérica, sin tener en cuenta su distinta forma de ser y de pensar. Un gran número de aragoneses se opusieron a esta política, que atentaba contra sus fueros y libertades, y se enfrentaron al rey más poderoso de la tierra, Felipe I.
 
Antonio Pérez y las alteraciones de Aragón.
Antonio Pérez, era secretario de Felipe I a quien servia fielmente, pero mantenia relaciones sentimentales con la princesa de Eboli, viuda en aquellos momentos. Celoso el monarca de este comportamiento, aprovecho el regreso de Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria, envuelto en intrigas palaciegas, y su asesinato para lanzar contra él, a la Inquisición (órgano de represión política y religiosa).

El rey decretó la prisión de Pérez, fue ingresado sin cargos concretos en la prisión de la inquisición en Castilla, y tras muchos años sin juicio se fugó de la cárcel huyendo a Calatayud y acogiéndose, como aragonés, al privilegio de manifestación. Pérez fué conducido a Zaragoza, e ingresando en la cárcel de la Manifestación a disposición del Justicia de Aragón.

El rey demostrando su total falta de moralidad, quebrantó su juramente dado a los fueros, y mando su ejercito contra la legalidad, El Justicia y los aragoneses. En medio de la revuelta el pueblo liberó a Antonio Pérez que huyó a Francia.

Este enfrentamiento terminó con la ocupación militar de Aragón, en 1591. A continuación el monarca mandó asesinar, sin ningún tipo de juicio como solia hacer, al Justicia, el personaje más importante del reino, y quitó las libertades a los aragoneses, de las que tanto se enorgullecían.

Aragón quedó totalmente sometido a la monarquía. Ella pudo disponer, sin ninguna limitación, de sus recursos económicos y humanos.

El fanatismo religioso de Felipe I lo ejerció en una serie interminable de guerras, pues, prefería los países devastados, a que fueran tolerantes con la religión.

Felipe II (1598-1621) fue un rey indiferente a los asuntos de gobierno, dedicandose a cacerías y otras diversiones, así como a actos religiosos, como correspondía a su natural devoto, entrego el gobierno a ministros con plena autoridad y a los cuales se aplicó el nombre de privados. 

El hecho más grave de su reinado sucedio en 1610, ordenando la expulsión de los moriscos, concediendoles un plazo de tres días para presentarse en los puertos de embarque y autorizándoles para llevarse solo los bienes muebles. Esta limpieza étnica tubo resultados desastrosos sobre la economía y la población del reino.

Durante todo este siglo -el XVII- se impusieron grandes tributos que el Reino pudo pagar con enormes sacrificios.

A fines del siglo XVII, Aragón estaba totalmente arruinado y habia perdido su personalidad.

Durante la Guerra de Sucesión española, el rey actuó de manera soberana por última vez. Aragón, como Cataluña, Valencia y Mallorca, apoyó al archiduque Carlos contra Felipe quinto.

Tras la batalla de Almansa (1707), Felipe V abolió los fueros aragoneses, mediante una orden, que se conoce con el nombre de Decretos de Nueva Planta, adoptó varias medidas centralistas y fueron anuladas todas las antiguas disposiciones políticas del reino.
Aragón se convirtió en la práctica en una provincia y su Consejo fue absorbido por el Consejo de Castilla.


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Vamos ahora, ha introducirnos un poco más, en los acontecimientos mas relevantes, que acaeciéron en ésta Época en Aragón, hasta la total desaparición de La Corona de Aragón y la aparición del actual Estado Españól. 

Hay que recordar que désde los inícios del reinado de los Reyes Católicos, estamos inmérsos en la Edad Moderna. Y aunque ésta série de capítulos acaban con el final de la Edad Media en el siglo XV, la desaparición de la Corona de Aragón y del Reíno de Aragón, se prodújo en el año 1706. La Historia del Aragón medieval, acaba en la Edad Moderna. Por eso ocurre ese baíle de épocas. Cicho ésto, seguimos con el contenido.
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Catalina de Aragón.


Catalina de Aragón, hija de Fernando II de Aragón y de Isabel de Castilla (los Reyes Católicos), nace en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares el 16 de diciembre de 1485 y era la hija menor de los Reyes Católicos, era, según, Almudena Arteaga, la más parecida a su madre. De cabello rojizo, rostro sereno, graciosa, sagaz, inteligente y excelentemente educada, que hablaba y leía en latín.

En 1501 se casa con Arturo, primogénito de Enrique VII de Inglaterra, que muere al año siguiente, y al quedar viuda, continuó en Inglaterra. Cuando Catalina de Aragón abandonó Granada rumbo a Londres en 1501, apenas adolescente, para casarse con el príncipe de Gales, Arturo Tudor, no imaginaba que sería viuda pocos meses después. La joven quedó desolada.

Sus padres, que no querían renunciar a la alianza, raudos y veloces, se apresuraron a prometerla con Enrique octavo  rey de Inglaterra. En 1503, se desposa con el hermano de Arturo, Enrique, que reinaría como Enrique VIII. La ceremonia se celebró en 1509 al subir éste al trono, en unos fastos que duraron varios días.

De este matrimonio nacerían seis hijos de los que sólo sobrevivió una niña; María Tudor. La ausencia de un sucesor varón produjo malestar en Inglaterra que aún recordaba la guerra de las Dos Rosas, y hacía 1525 Enrique VII empieza a pensar en el divorcio.

Tras conocer a Ana Bolena, el rey confirma sus intenciones y, a partir de 1527, se somete el asunto a las autoridades eclesiásticas con el pretexto de que el matrimonio era nulo por haberse realizado entre cuñados.

El papa Clemente VII se mostró al principio conciliador, pero la tajante negativa de Catalina, que en ningún admitió la competencia del tribunal nombrado para dirimir el caso, y las presiones de Carlos V modificaron su actitud.

Enrique octavo,  sin tener en cuenta la decisión papal, rompe definitivamente con Catalina de Aragón en 1531 y se casa con Ana Bolena. Posteriormente consigue que el arzobispo de Canterbury, Tomas Crammer, disolviese su matrimonio con Catalina (1533), quien fue confinada en varios castillos sin que nunca declinase su título de reina.

Estos hechos ocasionaron la ruptura de Roma e Inglaterra y el nacimiento de la Iglesia Anglicana al margen del Papa.

Catalina de Aragón, reina de Inglaterra, muere el 7 de enero de 1536, en el castillo de Kimbolton, Huntingdonshire, Inglatérra. Está enterráda en la abadía de Peterbourough.



  Carlos I de España y V de Alemania.


Carlos I de España y V de Alemania, también conocido como «el Emperador» o «el César», nació en Gante el 24 de Febrero de 1500. Fue hijo de Felipe I el Hermoso y de Juana I de Castilla y nieto del emperador Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña y de los Reyes Católicos. Con esta coctelera de relaciones dinásticas, Carlos reunió una importante herencia territorial que hizo que se convirtiera en el soberano más importante de la cristiandad.

Tras la muerte de su abuelo, Fernando el Católico, y como vivía su madre, le concernía el título de gobernador de los Reinos Hispanos para regentarlos en nombre de su madre, incapacitada por su enfermedad. Sin embargo, el futuro se decidió de otra manera y las Cortes de Castilla y de Aragón le proclamaron rey. De esta manera, reinó desde 1516 hasta 1555 en todos los reinos y territorios hispánicos en nombre de su madre, haciendo que por primera vez se agruparan en una misma persona las Coronas de Castilla y Aragón. Sin embargo, cuando las Cortes de Castilla le juraron rey junto con su madre, le hicieron un conjunto de solicitudes, entre las que se encontraban las siguientes:

Aprender a hablar castellano.
Cese de nombramientos a extranjeros.
Prohibición de la partida de oro y caballos de Castilla.
Tratar más respetuosamente a su madre, aislada en Tordesillas por su enfermedad.

Por otra parte, el emperador Maximiliano moría en enero de 1519 y, en junio de ese mismo año, Carlos fue nombrado «rey de romanos», lo que le convertía en el nuevo soberano del Sacro Imperio Romano Germánico. Fue emperador de Alemania bajo el nombre de Carlos V desde 1520 hasta 1558.

Durante el tiempo que duró su reinado, Carlos I viajó por todos sus dominios combatiendo en numerosas batallas, por lo que nunca tuvo una Corte asentada. Se produjo un período de apogeo en la economía. La conquista de América descubrió muchos mercados y la llegada de oro facilitó las campañas bélicas del soberano y propulsó todas las actividades económicas. Sin embargo, la continua subida de los precios y la política imperialista, llevaron a la Corona a quebrar las actividades económicas de Castilla. Este declive terminaría a finales del siglo XVI.

Se casó con Isabel de Portugal en 1526 y, aunque esta falleciera trece años después y él viviera veinte años más, nunca volvió a casarse. Fruto de esta unión nacieron cinco hijos, de los cuales tan solo el príncipe Felipe y las infantas María y Juana llegaron a la edad adulta.

En 1555, falleció la reina Juana y Carlos se convirtió en rey en solitario de todos los territorios de la Monarquía Católica. En las abdicaciones de Bruselas (1555-1556), Carlos dejó el gobierno imperial a su hermano Fernando y España y las Indias a su hijo y heredero Felipe, que ya tenía edad suficiente para gobernar (de hecho ya era rey de Nápoles y Sicilia).

En 1558, el rey Carlos falleció de paludismo después de pasar un mes de agonía y fiebre. En 1573, su hijo, el conocido Felipe II, trasladó los restos de su padre al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Su cuerpo se encuentra en la Cripta Real, también conocida como Panteón de los Reyes.


Los Cien Ducados Zaragozanos en la Historia de Aragón.

La historia de los Cien Ducados zaragozanos se remonta a principios del siglo XVI.

Fallecido en 1516 Fernando II (el Católico), le sucedio en el trono de Aragón su hija Juana primera, más tarde llamada "la Loca".

El Reino aceptó jurar como rey a Carlos I, hijo de JuanaprimeraI, en vida de su madre, que conservó siempre su dignidad regia. Las Cortes de Aragón, reunidas en Zaragoza en 1518, tomaron el tradicional juramento a Carlos de que respetaría los Fueros del Reino y, a su vez, lo juraron como rey. El monarca pasó una buena temporada en Zaragoza, que se convirtió por un tiempo en el centro político de la Monarquía Hispánica.

Para conmemorar estos hechos, diez años después se acuño esta moneda, en cuyo anverso figuran los bustos de Juana y Carlos, ambos con grandes coronas reales abiertas.
Sobre sus cabezas se ve la fecha en la que se acuño la gran pieza 1528.

A los lados están las iniciales C y A, de Caesar Augusta, indicando que se labró en la ceca de Zaragoza. Alrededor de las efigies de los reyes y en un latín humanístico y curiosamente defectuoso se lee: "IOANA ET KAROLVS REGES ARAGONVM TRVNFATORES ET KATOLICIS".

El reverso muestra el "Señal Real" de la Casa de Aragón, las famosas cuatro barras, bajo una corona regia y sobre el texto que indica el nombre del reino "ARAGONVM".
Alrededor se lee: "IONA ET KAROLVS EIVS FILIVS PRIMO GENITVS DEI GRACIA RX", donde se destaca la aceptación de Carlos como rey.

Las letras L y S que flanquean las barras se corresponden con las iniciales del grabador que hizo el modelo de la pieza, Luis Sánchez.




Los Borbones y La Guerra de Sucesión.


La muerte en 1700 de Carlos II sin descendencia supuso un inesperado giro en la historia para todos los reinos hispánicos, ya que se verían inmersos en un conflicto sucesorio por el trono que desembocó en una guerra civil conocida como la guerra de Sucesión.

Inicialmente el testamento de Carlos II nombrando como único heredero a Felipe, duque de Anjou, fue aceptado por los estados de la Corona. Felipe V (IV en Aragón) iba a inaugurar una nueva dinastía, la borbónica. En 1701 juró los fueros en la Seo zaragozana y en 1702 se celebraron Cortes presididas por la reina María Luisa de Saboya. Las relaciones con el reino estaban siendo cordiales intentando atraerse el favor de los aragoneses a su causa pese al odio del pueblo hacia lo francés y el recelo por la etiqueta castellana con que se presentó la candidatura de Felipe V.

Sin embargo, el testamento no fue igualmente aceptado en Europa, con una guerra europea provocada por el recelo de Inglaterra y Holanda a una confederación borbónica entre España y Francia, y avivada por las pretensiones sucesorias del archiduque Carlos de Habsburgo. De forma simplificada, en la península se tradujo en una guerra civil que enfrentó a los castellanos que apoyaron a Felipe V y los reinos de la Corona de Aragón, que apoyó al archiduque Carlos.

La participación del reino de Aragón en la guerra de Sucesión no es asimilable a la catalana o a la valenciana. Los bandos en Aragón estuvieron mucho más divididos y no siempre fueron fieles a uno u otro pretendiente. Por ejemplo, en Zaragoza se apoya por vez primera al archiduque Carlos cuando ya habían sido tomadas Barcelona, Valencia y Madrid, y cuando había fracasado la ofensiva de Felipe V contra Cataluña en la primavera de 1706. La nobleza estaba dividida en sus apoyos y lo mismo ocurría con las ciudades: Teruel, Daroca y Calatayud eran partidarias del Habsburgo, mientras que Tarazona, Borja y Jaca lo eran del Borbón. Por su parte, el campesinado y el bajo clero iban a apoyar mayoritariamente a Carlos de Austria provocando disturbios como el Motín de Zaragoza de diciembre de 1705, impidiendo la entrada del ejército francés en la ciudad, que iba de paso hacia el frente de Cataluña.


La batalla de Almansa.

Cuando es aceptado Carlos de Austria se radicaliza el conflicto expulsando del reino de Aragón a todos los franceses (medida de deplorables consecuencias económicas) e iniciando la persecución de toda la nobleza hostil. El periodo de gobierno del Habsburgo durará once meses, pero la fidelidad aragonesa se tornará borbónica tras la batalla de Almansa en abril de 1707. Esta derrota del archiduque significó la pérdida del reino de Valencia y el abandono del reino de Aragón.

La primera consecuencia del apoyo de los aragoneses al archiduque Carlos de Austria fue la nefasta promulgación del Decreto de abolición de los fueros del 29 de junio de 1707, por los que Aragón dejaba de existir como reino con sus órganos administrativos independientes, uniformándose en todo con las leyes y gobierno de Castilla.


La batalla de Zaragoza.

En 1710 se produjo una nueva incursión de las tropas del archiduque reinstaurando los fueros y las instituciones del reino tras la batalla de Zaragoza, librada en el mes de agosto en las inmediaciones de la ciudad. Pero el gobierno del Habsburgo fue aún más efímero, ya que a final de año el reino quedó definitivamente en poder de Felipe V de Borbón.

A partir de este momento la guerra abandonará el territorio aragonés que quedará definitivamente bajo el dominio del contendiente Borbón.


Consecuencias en Europa de la Guerra de Sucesión…    El Tratado de Utrecht .

La guerra de Sucesión no solo tuvo como escenario el espacio peninsular, supuso en realidad una gran guerra que enfrentó a todos los países europeos: por un lado la llamada Gran Alianza encabezada por Austria, Inglaterra y Holanda; por otro Francia y España, unidas por la misma dinastía reinante.
La consecuencia principal fue la ruina social y económica de los reinos peninsulares producida por la larga guerra, pero además, la aceptación del Tratado de Utrecht en 1713 supuso la pérdida de todas las posesiones de la monarquía hispana en Europa y la ocupación de las colonias de Menorca y Gibraltar por los ingleses.


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Una reflexión interesante:
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Si la Guerra de Sucesión en España, no la hubiéran ganado los Borbones, si al contrario de lo que ocurrió, los vencedores hubiésen sido los partidários al Archiduque Carlos de Aústria, el eje central de poder, se habría trasladado hacia el Este geográfico de España. Y con toda segurudad, hoy en día, la capital de España sería Barcelona. Pero la realidad histórica es la que es...
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Los Tratados de Nueva Planta. 

Fueros del Reino de Aragón.

La consecuencia del apoyo de un sector de los aragoneses al archiduque Carlos de Austria fue la nefasta promulgación de un primer decreto el 29 de junio de 1707, por el cual Aragón dejaba de existir como reino con sus órganos administrativos independientes, se abolían los fueros aragoneses, uniformándose en todo con las leyes y gobierno de Castilla. Aragón se convierte en una provincia en la nueva administración borbónica, que quedó dividido en trece corregimientos.

La recuperación de Aragón por el archiduque Carlos tras la batalla de Zaragoza (1710), y la restauración de los Fueros e instituciones del reino son un espejismo, ya que solo durará su gobierno cuatro meses.

Tras la instauración definitiva borbónica en Aragón en 1711 se confirmarán los Decretos de Nueva Planta y paulatinamente se irán aplicando a todos los reinos de la Corona de Aragón. Cesan el Justicia de Aragón y su tribunal; cesan las Cortes y la Diputación del Reino.

El gobierno se militariza y el virrey es sustituido por el capitán general, que, además del mando militar, es presidente de la Audiencia, que se transforma con relación a la de los Austrias, perdiendo el carácter de tribunal supremo. La Audiencia borbónica tendrá dos salas para la administración de justicia, una para lo civil donde se aplica el derecho aragonés, y otra para lo penal donde se aplicará la recién importada legislación castellana.

El Consejo de Aragón desaparece como tal, incorporándose al Consejo de Castilla. Los fueros aragoneses quedan abolidos y todos los nombramientos administrativos son efectuados por el rey, perdiendo los aragoneses toda su influencia. Aragón entraba así en la era del absolutismo y de la uniformidad política. Con la dinastía borbónica queda extinguida la personalidad política del reino, aboliendo su independencia y autonomía. Un síntoma claro de esta nueva situación es la inexistencia de noticias políticas relevantes en esta primera mitad de siglo para Aragón.

También habrá graves consecuencias económicas, ya que se produce una profunda reforma fiscal realizada sobre todo por Macanaz por la cual Aragón queda esquilmado en favor de las arcas de la corona, que no se recuperará hasta mediados del siglo XVIII.


El personaje…    Melchor de Macanaz.

A este albaceteño se le puede considerar como el autor formal de la abolición de los fueros aragoneses y artífice de la consolidación de la nueva dinastía borbónica actuando como intendente de Aragón en 1711 y fiscal general en 1713.
Fue un centralista convencido, siguiendo el modelo político de la monarquía francesa. Tras la batalla de Almansa y posterior recuperación aragonesa para Felipe V, inició el proceso unificador que incorporó el reino de Aragón a la monarquía española, considerando a los Fueros causa de la rebelión de los aragoneses contra el Borbón. Sus argumentos para la derogación de los Fueros y algunas de las razones para la supresión de la forma de gobierno aragonesa se contienen en su obra Regalías de los Señores Reyes de Aragón que solo tiene en cuenta el punto de vista realista castellano.


Los Decretos de Nueva Planta y sus consecuencias.

Los Decretos tuvieron una consecuencias muy importantes para el reino hispánico.

Cataluña, Mallorca y Aragón vieron cómo desaparecían sus fueros, sus instituciones, sus Diputaciones y sus Cortes. Y el castellano fue establecida como lengua administrativa de la región, excepto alguna excepción con el euskera.
El estado se vio centralizado en un intento por ampliar el poder de la monarquía absoluta de Felipe V. También influyó esto en el reino de Castilla, con la pérdida de poder de los alcaldes de los municipios castellanos, cuyo objetivo aumentar el poder del monarca.

Otro objetivo de estos decretos era que existiera mayor uniformidad, es decir, que la brecha entre Castilla y Aragón fuera menor.
Se eliminó el “privilegio de extranjería” mediante lo cual se intentaba que personalidades castellanas ocuparan cargos en Aragón, y que lo mismo sucediera en Castilla con las figuras políticas castellanas.
Se suprimieron las aduanas entre Aragón y Castilla.
El sistema jurídico pasó a ser el castellano, aboliendo las características jurídicas aragonesas para crear un único sistema jurídico común.

Se cambió el sistema de impuestos existentes en Aragón, creando nuevos impuestos en cada una de las 4 regiones.
Las Cortes perdieron poder, y pasaron de llamarse Cortes de Castilla a denominarse Cortes de Castilla y Aragón. Se buscaba castellanizar los reinos peninsulares, es decir, cambiar las costumbres aragonesas por las castellanas en los apartados económicos, jurídicos, y políticos.

En conclusión, podemos decir que los Decretos de Nueva Planta llevaron consigo la desaparición de la Corona de Aragón y conllevaron una unificación en muchos sentidos que llega a nuestros días.
 

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